Indice de contenidos
- 1 ORIGEN DE LA SEPTUAGINTA
- 2 La Septuaginta y su importancia para el conocimiento de las versiones primitivas del Tanakh/Antiguo Testamento.
- 3 La Septuaginta, un texto reconocido por judíos y cristianos.
- 4 La Septuaginta, la Biblia para los judíos de Palestina y la Diáspora.
- 5 Lectura de la Septuaginta por los cristianos.
- 6 Opiniones hodiernas sobre la inspiración de la Septuaginta.
- 7 ¿Porqué el Judaísmo Rabínico posterior a la destrucción de Jerusalén el año 70 D. de C. abandonó la Septuaginta?
- 8 La Biblia Hebrea y el Fariseísmo.
- 9 Los “comentarios exegéticos” del fariseísmo rabínico.
- 10 El problema de la fijación de una “lista” de libros de la Sagrada Escritura: el llamado “Canon” fariseo.
- 11 Intentos tempranos de reemplazar la Septuaginta: la traducción del “Proto-Teodoción”.
- 12 Los Textos Masoréticos.
- 13 Conclusión.
ORIGEN DE LA SEPTUAGINTA
La traducción más primitiva del Tanakh/ Antiguo Testamento.
Algunas de las interrogantes que surgen de la lectura de la Sagrada Escritura y particularmente del Antiguo Testamento versan sobre la antigüedad de los textos que poseemos de la Biblia. ¿Cual es la versión más primitiva conocida de aquellos libros, sagrados para judíos y cristianos? ¿Cuales fueron las versiones del Antiguo Testamento empleadas por el Señor Jesús y los primeros cristianos? ¿Cual fue la fuente de las referencias del Antiguo Testamento recogidas por el Nuevo Testamento? ¿Cual fue la versión del Antiguo Testamento con mayor difusión entre los primeros cristianos?
La versión en griego del Antiguo Testamento llamada “Septuaginta” constituye una de las fuentes más importantes para adentrarse en la antigüedad de los textos de la Sagrada Escritura, tal como los conoció el Señor Jesús. Estos escritos fueron fundamentales para los primeros cristianos, tanto de origen hebreo como gentil. La Septuaginta fue reconocida por la naciente Iglesia y leída con la devoción reservada a la Revelación de Dios.
La Septuaginta constituye un testimonio de fundamental importancia para remontarse al pasado más remoto de los textos del Antiguo Testamento. Es una fuente privilegiada para conocer las llamadas “versiones paleohebreas”, o “hebreas antiguas”, veneradas por el pueblo de Israel en épocas anteriores al Señor Jesús, e incluso leídas, escuchadas de boca de los rabinos y maestros y estudiadas por el mismo entorno del Salvador.
La Septuaginta conforma el conjunto de las fuentes veterotestamentarias con otros escritos venerables como los manuscritos bíblicos de Qumrán, el “Pentateuco Samaritano” y la “Peshitta”, la traducción del Antiguo Testamento del hebreo al idioma “siriaco”, realizada por judeocristianos a finales del siglo I A. de C. La llamada “Biblia Hebrea” o la “versión Masorética” es bastante posterior. La Biblia Masorética fue elaborada a lo largo del primer milenio, ulterior al Señor Jesús, publicándose recién en su forma definitiva alrededor del año 900 de la era cristiana.
La Septuaginta o, en diminutivo, los “LXX” (Setenta), constituye la primera traducción de la Ley Mosaica o “Pentateuco” y de los Profetas, a un idioma distinto al hebreo, lengua considerada “sagrada” por los fieles judíos. En los decenios posteriores se sumaron a la Septuaginta el resto de los “otros escritos” en hebreo antiguo o “paleohebreo” de la Biblia.
Esta monumental empresa literaria fue iniciada en Alejandría de Egipto durante el reinado de Ptolomeo II Filadelfo (285-247 A. de C.). Como documenta Julio Trebolle, “la traducción de todo un cuerpo de literatura hebrea a la lengua griega constituye un esfuerzo único de interpretación en todos los sentidos: ortografía, morfología, sintaxis, semántica, teología, etc.” (1).
La Iglesia cristiana primitiva adoptó la Septuaginta como “escritura sagrada”, sin reserva alguna. La mayoría de los textos del Antiguo Testamento citados por los Evangelistas y los Apóstoles pertenecen a los LXX.
Después de la Septuaginta, la más antigua e importante traducción del Antiguo Testamento en otro idioma fue la versión en lengua Siriaca o Aramea, llamada “Peshitta”, o “Traducción Simple”. Su origen se vincula a la conversión al judaísmo de los monarcas de Adiabene. La hebraización de la dinastía gobernante de este reino Sirio-Helénico ocurrió alrededor del año 40 D. de C. El manuscrito de mayor antigüedad descubierto de la “Peshitta” data del año 464 de la era cristiana. Dicho texto contiene parte del Pentateuco, aunque falta el libro de Levítico (2).
Los “Setenta”
El Rey Ptolomeo II Filadelfo de Egipto fue un gran admirador de la cultura y las antigüedades. A Ptolomeo se atribuye la fundación del primer “Museo” -casa en honor de las “musas” que inspiraban a los artistas-. Según una carta atribuida a un judío helenizado llamado Aristeas, dirigida a su hermano Filócrates, Ptolomeo Filadelfo solicitó al Sumo Sacerdote Eleazar de Jerusalén la presencia de 72 sabios judíos (seis por cada tribu de Israel) con el fin de traducir la Torah (los libros de la Ley hebrea revelada por Yahvé) al griego “koiné” para enriquecer la biblioteca de Alejandría.
El nombre de “Septuaginta” se origina en el número “redondeado” de sabios que habrían intervenido en la traducción, o más bien en la “transposición”, porque no se “tradujeron” solamente palabras y frases de una lengua a otra, sino se expresó con lucidez providencial el sentido auténtico de la Palabra de Dios.
A pesar del recurso a la narrativa empleado por Aristeas en su relato, la carta parece expresar los hechos esenciales que rodearon la traducción de los textos del Antiguo Testamento, particularmente el carácter sagrado del original hebreo, como de la traducción de los Setenta.
El filósofo judío Aristóbulo, que vivió en Alejandría durante el reinado de Tolomeo VI Filometor (181-145 A. d. C.), confirmó la existencia de la versión de los Setenta con anterioridad a la carta de Aristeas. Aristóbulo atribuyó incluso a Platón el conocimiento de la Ley Mosaica. El filósofo judío alejandrino relata en una carta al rey Tolomeo que “la completa traducción de todos los libros de la Ley (fue hecha) en los tiempos del Rey llamado Filadelfo, vuestro ancestro” (3).
Un “texto” traducido del Hebreo al Griego.
Completada la transposición del Pentateuco al griego, se continuó con la traducción del resto de los libros sagrados. El proceso concluyó alrededor del año 150 A. de C. El texto griego de los “Setenta” fue adoptado por una significativa porción de judíos, tanto en Palestina como en la Diáspora. Los judíos “dispersos” se contaban en cientos de miles, exilados entre las naciones mediterráneas y del Lejano Oriente, especialmente Mesopotamia y Alejandría. Esta porción del pueblo hebreo hablaba griego y participaba de la cultura Helénica, extendida en Oriente desde Egipto, Etiopía, Palestina, Arabia, Siria, Asia Menor, Babilonia, Persia, adentrándose incluso hasta la frontera con la India.
El Pueblo Judío estimó la Septuaginta, desde sus orígenes, como “inspirada”, digna de ser leída y estudiada en las sinagogas. Tal opinión fue compartida por la naciente Iglesia cristiana, que asumió la Septuaginta como expresión auténtica de la Revelación divina. Los Evangelistas y los Apóstoles acudieron a los “LXX” cuando escrutaron las antiguas escrituras en busca de los anuncios proféticos revelados por el Padre sobre la venida redentora del Hijo.
Dejando de lado los elementos improbables o legendarios de la citada “Carta de Aristeas” (4), la intención del Rey Filadelfo estaba de acuerdo con la política cultural de los herederos del imperio de Alejandro Magno: emprender la helenización de la cuenca Mediterránea y del Oriente. Con ese propósito se quiso dotar a sus numerosos súbditos judíos con una versión de la Biblia en griego. En este sentido coinciden testimonios muy antiguos, como el de Aristóbulo (c. 150 A. de C.), de Filón de Alejandría, de Flavio Josefo y de Eusebio de Cesarea.
Tanto en Palestina como en la Diáspora hebrea la política del rey Ptolomeo fue considerada estimable y conveniente por las autoridades. Ellos promovieron la traducción del resto de los libros bíblicos para el uso de los judíos “helenizados”, escasamente versados en el idioma hebreo de sus antepasados.
En el fomento de la versión del Antiguo Testamento en un lenguaje gentil, los líderes judíos estaban siguiendo la senda iniciada en la época de Esdras, quien fue ministro del rey Atajerjes de Persia. Esta asimilación cultural fue conflictiva, pero continúo su flujo, contribuyendo con influencias duraderas. Como explica Abraham Schalit, la promoción de la traducción de las Escrituras Sagradas judías por Tolomeo y el reconocimiento de la Torá como la “constitución legal” del Pueblo Hebreo por reyes extranjeros como el seleúcida Antíoco III, trajo consigo la alteración de valores entre la población de Judea, “transformación cuya importancia histórica no es posible exagerar. Por vez primera en el período del segundo Templo, desde la época de Esdras y Nehemías, una influyente clase social judía, al mirar más allá de los confines de su propia cultura, descubría un mundo desconocido, y este descubrimiento ejerció en ellos una profunda influencia espiritual y material” (5).
¿Cuál fue la influencia espiritual del helenismo sobre los judíos? Cuando rige el “Segundo Templo” los nuevos textos recogidos en la Biblia se alejan del estilo rígido y excluyente del judaísmo “Pre-Exílico”. Por ejemplo, el libro de Jonás muestra una inmensa carga humana cuando manifiesta su preocupación por la miseria del hombre como tal, sin hacer distinciones entre judíos y gentiles. En la percepción de Jonás se descubre un enfoque universal hacia la persona y su destino. En épocas anteriores los judíos se confirmaban, más bien, en su “razón de existir”, en su identidad como “pueblo elegido” que esperaba su redención al final de los tiempos. Los llamados gentiles, “el resto” de la humanidad, incircuncisa y marginada de la Ley de Yahvé, estaban al margen de la salvación.
Esta preocupación “humanista” no es excluyente a Jonás. También se descubre en el Eclesiastés, cuando su autor se plantea el problema del fin último y sentido de la existencia. ¿Podríamos interrogarnos si acaso esta influencia no habría retornado, del judaísmo hacia el mundo helénico y posteriormente romano, preparando la conciencia religiosa e intelectual a los grandes temas que serán respondidos con la predicación de la Buena Nueva del Evangelio?
La Septuaginta es un testimonio indispensable de esta “apertura cultural” y una vía fundamental para entrar en contacto con la fe del Pueblo Hebreo en la época del Señor y en los primeros pasos de la Iglesia. En el año del nacimiento de Jesús solamente en Alejandría, Egipto, la población judía sobrepasaba el medio millón de fieles. Los judíos alejandrinos residían en sus propios barrios y estaban regidos por Leyes especiales, diversas a las que gobernaban la población local egipcia o “copta”.
El proceso de traducción, culminado en Alejandría a finales del siglo II, A de C., incluyó libros considerados como sagrados e inspirados, como I Esdras, Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobías, Baruc, la “Carta de Jeremías” (contenida en el libro profético), 1-2 Macabeos y fragmentos de Ester (10, 4-16; 24).
Los cuestionamientos a la “Canonicidad” (autoridad y fidelidad de los antiguos libros sagrados) de la Septuaginta aparecieron tardíamente, concretamente cuando avanzaba el siglo I de la Era Cristiana (6). Los líderes del llamado “judaísmo fariseo” o “rabínico”, la tradición dominante tras la trágica rebelión de los judíos de Palestina contra los romanos, entre los años 68 y 70 D. de C., descartaron estos libros “tardíos” después de la catástrofe que sufrieron bajo las armas romanas.
La Septuaginta y su importancia para el conocimiento de las versiones primitivas del Tanakh/Antiguo Testamento.
La Septuaginta, fuente de estudio para el Tanakh/A.T.
Los LXX tienen un valor especialísimo que no puede relativizarse. Como reconoce F.M. Cross, uno de los eruditos de las investigaciones sobre Qumrán y los manuscritos del Mar Muerto, “los traductores de la Septuaginta reprodujeron con fidelidad y extrema literalidad el ‘Vorlage’ u ‘original’ hebreo. Ello significa que la Septuaginta de los libros históricos debe ser asumida como herramienta primaria de la crítica del Antiguo Testamento” (7).
Julio Trebollé es aun más enfático:
“La versión de los LXX constituye el mayor y más importante arsenal de datos para el estudio crítico del texto hebreo. Su testimonio es indirecto por cuanto se trata de una obra de traducción. Sin embargo, las numerosas y significativas coincidencias existentes entre LXX y manuscritos hebreos de Qumrán, han revalorizado el testimonio del texto griego, frente a corrientes imperantes en la época anterior al descubrimiento (1947), que consideraban el texto griego desprovisto de valor crítico y muy valioso en cambio como testimonio de la exégesis judía contemporánea de la época de la traducción” (8).
Contrariamente algunos autores contemporáneos como Paul Kahle tendieron a comparar la Septuaginta con el desarrollo de los “targúmenos” arameos, los comentarios libres a los textos hebreos del Antiguo Testamento realizados por los escribas y rabinos en el idioma sirio-arameo hablado corrientemente entre los judíos de Palestina en tiempos del Señor Jesús.
Sin embargo, las evidencias acumuladas por la crítica textual conducen a descartar esta hipótesis. Las nuevas investigaciones de las técnicas de traducción empleadas por los sabios hebreos demuestran que los “targúmenos” arameos dependen de la Septuaginta, y no al revés (9).
Fines de la traslación de los “LXX“.
La traducción del mensaje salvífico de Dios Padre Misericordioso, recogido primero en hebreo, y más tarde trasladado a un idioma distinto, el griego koiné, constituyó una epopeya notable, tanto para la gesta religiosa, como para la historia del pensamiento.
El Padre Pierre Benoit, el respetado biblista, director y profesor de la Escuela Bíblica de Jerusalén, destacó cómo la acción de los sabios traductores israelitas no buscaba solamente hacer más accesible la Escritura a los judíos de la Diáspora que conocían mal el hebreo, sino conquistar el pensamiento griego para la sabiduría de la revelación de la Biblia. Con este doble propósito se entregaron a una epopeya inédita en la historia antigua (10).
Es difícil exagerar el cúmulo de problemas lingüísticos y teológicos que debieron enfrentar los traductores alejandrinos. Como observa el Padre Benoit, el resultado obtenido conduce a expresar profunda admiración por las cualidades humanas y sociales de los traductores hebreos. “Aquellos venerables doctores de Israel -destacó Benoit-, eran buenos conocedores de las Escrituras, de la lengua hebrea y también de la griega” (11).
Al poder tener en sus manos este texto venerable y fiel del Antiguo Testamento, los Padres de la Iglesia opinaron, con la sutileza de los “maestros del espíritu”, que la mano de Dios había cuidado cada momento de la transposición de la Septuaginta.
Las posibilidades técnicas con que cuentan los filólogos y lingüistas hodiernos conlleva a la tentación de desmerecer el trabajo de los antiguos traductores. ¿Cuantos retos debieron haber enfrentado para desentrañar el cúmulo de problemas que presentó el lenguaje teológico plasmado en el hebreo? Benoit ha descrito con lucidez el desafío:
“La diferencia entre las lenguas hebrea y griega es el reflejo de una diversidad profunda entre dos mentalidades, entre dos mundos de pensamiento, cuyas categorías no coinciden por completo, si es que se aproximan. Fue todo un drama espiritual pasar de ‘kabob’ a ‘doxa’, de ‘emeth’ a ‘apatheia’, de ‘sadóq’ a ‘dikaios’, etc. Se trataba de encontrar en un nuevo horizonte de pensamiento modos de expresión que no traicionaran al antiguo. Y por fuerza que lo modificaban; lo transformaban y, a la postre, lo hacían progresar. La adopción del mensaje al mundo griego no era un rebajamiento a modo de concesión; era un desarrollo por conquista. Dios utilizaba los útiles mentales y, detrás de ellos, las problemáticas, las doctrinas de otra cultura, para perfeccionar y universalizar la comunicación de su Palabra (.) Esta traducción poseía el sabor fresco de una obra que entrañaba nuevos puntos de vista respecto a la historia de la salvación. La angeología, la resurrección corporal, la virginidad de la madre del Mesías, son algunos ejemplos de ello. Cuando se piensa en el alcance capital de esta nueva Escritura en el progreso de la revelación, no se puede vacilar en reconocer la acción de un carisma no menor, como dicen los Padres, que el de la antigua Escritura” (12).
La Septuaginta, un texto reconocido por judíos y cristianos.
La Septuaginta asumió la llamada “división tripartita” del Antiguo Testamento, compuesta por la Torah; los Profetas “Anteriores” y “Posteriores” o “nebi’im”; y los “otros escritos” o “ketubi’im”.
El primer testimonio de esta división “tripartita” está contenida en el prólogo al libro del Eclesiástico que formó parte de los LXX. El Eclesiástico fue escrito por Jesús Ben Sirá, “el Venerable”. El nieto de Ben Sirá, llamado Jesús igual que su abuelo, emprendió en alguna fecha cercana al año 130 A. de C. la laboriosa empresa de traducir al griego las enseñanzas de su abuelo, redactadas en hebreo alrededor del año 180 A. de C.. Ben Sirá “el Joven” instó a los lectores a examinar “con benevolencia y atención” este libro sobre la Sabiduría de la Ley, escrito a semejanza de los Proverbios, para que entrasen “en el conocimiento de estas cosas y se aplicaran más a vivir según la Ley” (13).
Ambos Ben Sirá colocaron el Eclesiástico al mismo nivel de inspiración divina que la Torah y los Profetas. Para ello afirmaban que el espíritu de profecía estaba vigente en la tierra de Israel. Ben Sirá “el Venerable” atestiguó este principio mediante las palabras que Yahvé, Dios, le inspiró a escribir:
“Derramaré la doctrina como profecía, la dejaré a los que buscan sabiduría” (24, 46).
El prólogo del Sirácida daba a entender que existían “otros libros” que reunían similares características de “profecía” y, por lo tanto, compartían el carácter sagrado de la Torah y los Profetas. La Septuaginta recogió estos “libros” en su “colección”, con el carácter de sagrados. Se trataba de Tobías, Judit, Sabiduría, Baruch, 1 y 2 Macabeos, conjuntamente con adiciones a Ester (10, 4; 16.24) y a Daniel (3, 24-90).
La información aportada por la Septuaginta y el Sirácida sobre la colección de escritos religiosos divinamente inspirados, y por lo tanto, portadores de autoridad normativa y sagrada, integrantes del “Canon” del Antiguo Testamento, es fundamental para inferir que en los días de la redacción de obras bíblicas tardías como Macabeos (14) y el Eclesiástico, el proceso de asimilación y fijación de los libros sagrados estaba aun vigente.
El filósofo judío Filón, quien también residió en Alejandría, afirmaba que la inspiración no debía circunscribirse solamente a las Escrituras (la Torah y los Profetas), porque habían personas auténticamente sabias, virtuosas e inspiradas, capaces de expresar aquellas cosas “ocultas” de Dios (15).
La Septuaginta, la Biblia para los judíos de Palestina y la Diáspora.
La Septuaginta no solo alcanzó amplia difusión entre los hebreos de la Diáspora. El fluido intercambio entre Alejandría y Palestina permitió la propagación de la Septuaginta entre los judíos helenizados, emigrados a Palestina desde ciudades griegas de Siria, Babilonia y Asia Menor, conjuntamente con los que habitaban las ciudades helénicas de la “Decápolis” palestina. Estos encontraban mayor familiaridad con el “koiné” que con el hebreo. Debe anotarse el papel fundamental que cumplieron los “sabios” de Jerusalén en el proceso de traducción en Alejandría.
Para los judíos de habla griega establecidos en Palestina y los habitantes de la Diáspora -y más tarde para los cristianos- la Septuaginta tuvo el carácter de texto inspirado. En este sentido la “Carta de Aristeas” expresó que la traducción fue realizada de forma milagrosa con la intervención de Dios.
Aristeas narró cómo,
“tras haber dado lectura a los libros, los sacerdotes y los ancianos traductores y la comunidad judía y los líderes del pueblo se colocaron de pie y manifestaron, que habiéndose realizado una tan excelente y sagrada y precisa traducción, era correcto que se conservase como estaba, y ninguna alteración debía hacérsele. Y cuando toda la comunidad expresó su aprobación, pronunciaron un anatema de acuerdo a sus costumbres, para que nadie se atreva a realizar ninguna alteración, añadiendo o cambiando de ninguna manera su contenido, y ninguna de las palabras que hayan sido escritas, o cometer ninguna omisión. Esta fue una precaución muy sabia para asegurar que el libro se preserve inalterado en el tiempo futuro” (16).
Este dato es fundamental cuando se considera la lista de libros sagrados que integran la Septuaginta y la compleja conformación posterior del “Canon Farisaico” o “Rabínico” (surgido entre los siglos II y III D. de C.). Varios de estos libros inspirados fueron retirados posteriormente, por considerarlos de “origen extranjero”.
A pesar de la acción tardía de los dirigentes del “Judaísmo Rabínico”, la tradición que consideró la Septuaginta como divinamente inspirada fue reconocida por autores hebreos como Flavio Josefo y Filón, así como por la Patrística cristiana. Filón afirmó, en su “Vida de Moisés”, la inspiración divina de los traductores de la Septuaginta (17).
Lectura de la Septuaginta por los cristianos.
Opiniones de los Padres.
La certeza de la inspiración divina de la Septuaginta fue decisiva para su adopción por los primeros cristianos. El que haya sido escrita en griego la transformó en un instrumento fundamental para la Evangelización del mundo greco-romano. Justino, Ireneo, Tertuliano, Clemente de Alejandría y Eusebio consideraron que Dios había iluminado cada paso en la elaboración de su composición.
A mediados del siglo II D. de C., Justino, el filósofo cristiano, describió cómo se reverenciaban copias de la Septuaginta en algunas sinagogas judías, aun cuando un influyente número de rabinos había renegado de su empleo por considerar que el Cristianismo las había hecho suyas[18].
Ireneo de Lyon se refirió a la Septuaginta como “auténticamente divina”. “Las Escrituras fueron interpretadas con tal fidelidad y por la gracia de Dios, y de la misma forma en que Dios preparó y formó nuestra fe hacia su Hijo, ha preservado inadulteradas las Escrituras en Egipto”, sentenció Ireneo [19].
En el siglo IV D. de C., Eusebio, obispo de Cesárea e historiador de la Iglesia, desarrolló con amplitud el camino seguido para la realización de la Septuaginta y su carácter inspirado:
“Antes que los romanos establecieran su gobierno, cuando aun los Macedonios poseían Asia, Ptolomeo, hijo de Lago, muy ansioso por adornar su biblioteca, que había fundado en Alejandría, con las mejores obras de todos los hombres, requirió de los habitantes de Jerusalén obtener una traducción de sus Escrituras al griego. En ese tiempo estaban sujetos a los Macedonios. Por lo que enviaron a Ptolomeo setenta sabios, los más experimentados en las Sagradas Escrituras y en ambos lenguajes (hebreo y griego), deseando Dios que se laborase. Pero Ptolomeo, queriendo probarlos a su manera, y temiendo que hayan hecho algún acuerdo previo para esconder las verdaderas Escrituras mediante su traducción, los separó uno del otro, y les mandó escribir la misma traducción. Y esto hizo en el caso de todos los libros. Pero, cuando fueron reunidos por Ptolomeo, y compararon cada uno sus traducciones, Dios fue glorificado y las Escrituras fueron reconocidas como divinas, porque todos presentaron las mismas cosas en las mismas palabras y en los mismos nombres, de principio a fin, así que incluso los paganos que estaban presentes supieron que las Escrituras fueron traducidas por la inspiración de Dios” [20].
Opinión de Jerónimo.
Jerónimo estuvo en principio de acuerdo con la opinión de judíos y cristianos sobre la inspiración de la Septuaginta. Más tarde entró en contacto con el texto de la “Biblia Hebrea” difundida por los rabinos de Judea. Las aparentes diferencias aportadas por el texto originado en los llamados “acuerdos” de Jamnia a finales del siglo I D. de C., adoptado como “oficial” por el judaísmo rabínico, le hicieron cambiar de parecer.
Escribiendo a su amigo Pamaquio[21] (c. 400-5 D. de C.) Jerónimo se quejó de las dificultades con que se había encontrado para traducir directamente del hebreo al griego. Según Jerónimo solamente podía realizarse una traducción “sentido por sentido”, más que “palabra por palabra”, de estos idiomas. Ello le condujo a dudar de la literalidad de los LXX con respecto al texto que consideraba como “original hebreo”. Pero el problema estaba en que estos llamados “originales” eran en realidad los “Proto-Masoréticos”, los textos oficializados de las sinagogas. Allí radica el error de apreciación de Jerónimo.
Ampliando el concepto, Jerónimo afirmó inexactamente que la Septuaginta había hecho “grandes adiciones y omisiones”. Cita como ejemplo el pasaje de Isaías 31, 9, que el consideraba equívoco en la versión de los LXX [22]. “¿Cómo deberemos enfrentar los originales en hebreo en donde estos pasajes y otros como ellos son omitidos, pasajes tan numerosos que para reproducirlos se requerirían libros sin número?”, se quejó Jerónimo. Pero, a pesar de su incomodidad, Jerónimo admitió el valor de la Septuaginta empleada por la Iglesia. Se trataba de un texto antiguo, anterior a la venida del Señor, utilizado por los Apóstoles y los cristianos primitivos.
La actitud de Jerónimo puede explicarse a partir del texto hebreo difundido en su época, particularmente el llamado “Proto-Masorético”. El autor cristiano no tuvo a su disposición los antiguos manuscritos “paleohebreos” de Egipto y Palestina, que hubieran iluminado su comprensión de la traducción griega. Más bien Jerónimo comparó la Septuaginta con los manuscritos hebreos de uso corriente que, según Justino, les habrían sido “completamente cancelados” diversos pasajes que expresaban sentido mesiánico, anunciando la Encarnación del Señor Jesús [23].
Posiciones iluminativas de Justino, Agustín y Orígenes.
El problema de la “adecuación” de los textos bíblicos a las enseñanzas rabínico-farisaicas fue confrontado tempranamente por Padres de la Iglesia como Justino. En su discusión con el filósofo judío Trifón, Justino le manifiesta que no puede apoyarse en los maestros hebreos porque rehusaban admitir que “la interpretación realizada por los setenta ancianos que estaban con Ptolomeo, (rey) de Egipto, fue correcta; intentando ensamblar una nueva…(ellos) han extraído muchos pasajes de la Escritura de la traducción de los setenta ancianos (…), por las cuales este mismo hombre que fue crucificado, es probado de haber sido establecido expresamente como Dios y como hombre y como siendo crucificado y como muriendo; pero dado que yo soy consciente que esto es negado por todos en tu nación (judía), no me apoyo en estos puntos, sino que procedo a avanzar en mi discusión por medio de aquellos pasajes que son todavía admitidos por ustedes”[24].
Agustín ofreció una meditada opinión sobre la Septuaginta. Ésta se alejaba de toda pasión, característica de su amigo Jerónimo, concentrándose en la reflexión teológica del texto. Para el obispo de Hipona, tanto el texto hebreo como el griego eran verdaderos e inspirados. El tiempo y el lenguaje en que fueron escritos constituyen como dos etapas deseadas por Dios en el progreso de la Revelación al Pueblo Hebreo.
Otro Padre, Orígenes de Alejandría, valoró la versión en griego ofrecida por la Septuaginta, que consideró superior y más antigua que la hebrea. Aunque escribiendo en un siglo anterior, Orígenes difería de Jerónimo quien consideró la versión hebrea “Pre-Masorética” como única fiel. Agustín miró el panorama amplio y retuvo ambas versiones, hebrea y griega, como expresión de la Palabra divina. Se trataba de relatos que se diferenciaban en ciertos aspectos, pero que eran complementarios y queridos por el mismo Espíritu que las inspiró [25].
Opiniones hodiernas sobre la inspiración de la Septuaginta.
El Padre Pierre Benoit ha sostenido el carácter inspirado de la Septuaginta. Benoit argumentó que el extenso uso de los LXX, realizado por los autores sagrados del Nuevo Testamento se debía a que los Evangelistas la consideraron como fidelísima traducción del original hebreo. Por lo tanto, asumieron que sus palabras reunían las mismas condiciones de inspiración debida a la Biblia judía. Esta inspiración se había hecho extensiva a los traductores [26]. En este sentido Benoit y quienes se adhirieron a esta enseñanza repetían las enseñanzas antiguas de los Padres, particularmente de Justino, a quien se le atribuye haber afirmado en la “Exhortación a los Griegos”, Cohortatio ad Graecos::
“Ptolomeo, rey de Egipto, cuando hizo construir una biblioteca en Alejandría y la hizo llenar recopilando libros de todos los lugares, supo después que antiguas historias escritas en caracteres hebreos habían sido cuidadosamente conservadas. Deseoso de conocer estos escritos, mandó traer setenta sabios de Jerusalén que sabían tanto el griego como el hebreo y les encomendó traducir los libros (…) Les proporcionó sirvientes que atendieran a todas sus necesidades y que evitaran la comunicación de los sabios entre sí, de modo que pudiera conocerse la precisión de la traducción por la concordancia de uno con otro. Cuando descubrió que los setenta hombres habían dado no solo el mismo significado, sino con las mismas palabras, y no habían discrepado entre sí ni en una sola palabra, sino que habían escrito las mismas cosas acerca de las mismas cosas, quedó fuertemente asombrado y creyó en que la traducción había sido escrito con autoridad divina[27].
El P. Benoit empleó una referencia penetrante de Juan Crisóstomo para ilustrar su tesis: el Espíritu Santo habría “inspirado” a Moisés la composición de las Escrituras; “inspiró” a Esdras su restitución en Judá, cuando concluyó el destierro de Babilonia; envió a los Profetas y, finalmente, “dispuso” a los Setenta para traducir [28].
Muy claramente Benoit afirmó que podría hablarse de “inspiración” para todo ese impulso que suscitó y llevó a cabo la transposición del mensaje bíblico en pensamiento griego, y de “revelación” para todas las verdades nuevas que los traductores recibieron antes de su trabajo o en el curso del mismo y que han enseñado en nombre de Dios a través de su obra [29]. “La Iglesia -escribió Benoit-, ha admitido ciertamente la inspiración de los Sesenta en los primeros siglos (…) esta creencia es al mismo tiempo convincente y posible” [30].
¿Porqué el Judaísmo Rabínico posterior a la destrucción de Jerusalén el año 70 D. de C. abandonó la Septuaginta?
La confrontación con el Cristianismo y el abandono de la Septuaginta.
El empleo que hicieron los cristianos de la Septuaginta, sobre todo en lo referente a los pasajes que mostraban el cumplimiento en el Señor Jesús de las profecías mesiánicas, determinó que a finales del siglo I de la era cristiana los rabinos reaccionasen contra el antiguo texto. A partir del siglo II D. de C. intervinieron para que se proscribiese su empleo.
Los rabinos y los hebreos en general comenzaron a considerar erróneamente a la Septuaginta como la “Biblia de los Cristianos”. Este criterio está equivocado porque al mismo tiempo que los primeros cristianos, la Septuaginta fue venerada y empleada por las comunidades de judíos helenizados.
Sin embargo cerca del ochenta por ciento de las citas del Antiguo Testamento contenidas en el Nuevo Testamento pertenecen a la versión de los LXX. Como evidencia Trifón, los judíos se vieron en la disyuntiva de negar el valor textual de los Setenta. Tampoco aceptaron como “inspirados” ciertos libros Septuagintos (Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico, 1 y 2 Macabeos y Sabiduría), que según las enseñanzas rabínicas, databan de una época posterior a Esdras y Nehemías, cuando ya habría culminado la época de los Profetas.
En realidad la exclusión de la Septuaginta y los siete libros erróneamente llamados en la época contemporánea “Deuterocanónicos”, se produjo de forma gradual [31]. El proceso culminó bien entrado el siglo III D. de C., definitivamente con posterioridad a la supuesta definición de los libros inspirados en las deliberaciones que los rabinos sostuvieron en Jamnia (aprox. año 90 D. de C.).
Los descubrimientos de manuscritos bíblicos y extrablíbicos en las cuevas de Qumrán han demostrado que los judíos en Palestina conocían y empleaban los libros “Santos” o “Hagiógrafos”. En grutas y cuevas del Mar Muerto se hallaron fragmentos de tres textos: del Eclesiástico (cueva n. 3); de Tobías (cueva n. 4) y Baruc (cueva n. 7).
Tras de la destrucción de Jerusalén en el año 70 D. de C. ocurrió un cambio radical en la actitud de aquellos judíos que aceptaron el liderazgo de los rabinos fariseos. Como expone Lee Martin McDonald, “los límites finales que se le señalan al Canon hebreo del Antiguo Testamento parecen haber sido determinados en el contexto de los conflictos judeocristianos, cuando los judíos intentaron apartar a su pueblo de la lectura de los libros considerados como ‘cristianos’’” [32].
Ese ánimo explica el violento y apasionado abandono de la Septuaginta ocurrido entre las comunidades hebreas. En lugar de la fiesta que se celebraba en tiempos de Filón (m. 42 D. de C.), para solemnizar la traducción griega de los LXX, se mandó observar un día de ayuno para llorar el día en que la Ley fue traducida a una lengua profana [33].
El abandono de la Septuaginta y los conflictos entre griegos y judíos.
El abandono de la antigua Septuaginta, alentada por círculos rabínicos de Palestina, fue facilitado por la precaria situación por la que atravesaba la influyente comunidad judeo-helénica de Alejandría. El texto de los LXX, venerado como exponente fiel de las Escrituras Sagradas, conformó el núcleo del culto y del estudio de la Ley en las sinagogas Alejandrinas.
A principios del siglo I D. de C. una serie de prejuicios religiosos, raciales, económicos y sociales enfrentaron a judíos y griegos. La marginación ritual practicada por la mayoría de los judíos, separándose de sus vecinos gentiles, tampoco contribuyó a mejorar las cosas. El conflicto fue acusado por la colaboración que la comunidad hebrea prestaba a los romanos.
Los griegos, desilusionados tras medio siglo de gobierno imperial romano, favorecieron un partido de nacionalistas antirromanos extremistas. Al alinearse contra Roma [34], asumieron una postura antijudía militante. En el año 38 de la era cristiana la comunidad judía solicitó al emperador Calígula la concesión de la ciudadanía alejandrina, privilegio reservado solamente a los griegos.
La mayoría griega consideró la solicitud como una grave usurpación. La reacción violenta no se hizo esperar. Hordas helénicas descontentas y vengativas invadieron los barrios hebreos, entregándose al pillaje y la matanza. Las sinagogas fueron saqueadas. Las viviendas, los comercios y los talleres artesanales fueron arrasados. La violencia obligó a la población hebrea a emigrar a una estrecha localidad en el delta del Nilo. Este barrio sobrepoblado, asediado por la enfermedad y el hambre, se transformó en el primer “ghetto” de refugiados judíos en el mundo romano.
La antigua comunidad judía de Alejandría, otrora la más rica y poderosa del Imperio, cayó en una situación de pobreza y destitución de la que nunca se recuperó. Estos enfrentamientos se multiplicaron en otras localidades donde convivían judíos y griegos. Los griegos fueron quienes llevaron la peor parte en Cesárea de Filipo, Gaza y Jamnia,.
La revisión de la Septuaginta coincidió con el clima de rencor generalizado contra toda expresión de Helenismo. El antiguo texto hebreo perdió a sus abogados y difusores más calificados entre los judíos. Al debilitarse la cultura judeo-helénica en Alejandría, el venerable texto de los Setenta solamente tuvo defensores entre los cristianos.
Como explicó el historiador Michael Grant, “el judaísmo helenizado desapareció sin dejar rastro alguno, sustituido por la tradición rabínica” [35]. Filón, el principal exponente del helenismo judío, se transformó en anatema para los autores rabínicos. Su nombre nunca fue mencionado en el Talmud o en otros libros religiosos. “El Fariseísmo fue promovido al rango de forma normal del judaísmo”, expone Schalit [36].
Al rechazar la antigua Septuaginta, los hebreos intentaron reemplazarla con otras versiones en griego, más ajustadas al texto llamado Proto-Masorético. El reto de preparar una nueva traducción fue asumido por un prosélito judío del Ponto, llamado Aquila. La versión de Aquila (c. 128 D. de C.) fue tan textual y similar al texto judío, que solamente podía ser comprendida por quien supiese leer hebreo.
La Biblia Hebrea y el Fariseísmo.
Adopción de una única versión bíblica.
La segunda destrucción del Templo de Jerusalén [37] por las Legiones romanas en el año 70 de la era cristiana trajo consigo cambios radicales para la historia social y religiosa de Israel. Mientras los refugiados judíos abandonaban la desbastada ciudad de David, las autoridades religiosas rabínicas establecieron una realidad cultual nueva, centrada en la Palabra recogida en la Biblia y la sinagoga, en reemplazo de los sacrificios en el Templo. A partir de aquel momento de prueba, la corriente exegética [38] que predominó en el judaísmo fue la postulada por el Fariseísmo, una de las principales sectas hebreas, surgidas en los pasados doscientos años.
Conjuntamente con su interpretación bíblica los rabinos fariseos impusieron aquellos textos de la Sagrada Escritura empleados por su “escuela”. Estas versiones de la Biblia reemplazaron la pluralidad de textos que había existido anteriormente.
Los manuscritos hallados en la comunidad de Qumrán reflejan la diversidad de documentos hebreos antiguos (paleo-hebreos [39]) al alcance de los fieles judíos con anterioridad a la conflagración del año 70 D. de C. Los manuscritos contenidos en la biblioteca de la comunidad Esenia, la “secta” que construyó y habitó Qumrán, aportó luces fundamentales para comprender el judaísmo antiguo. Al tomar contacto con manuscritos bíblicos anteriores en un milenio a los conocidos, los investigadores comprobaron que no se podía hablar de una “tradición judía unificada”.
Más bien, como destacó el eminente semitista W.F. Albright, había que referirse a distintas “familias” textuales, originadas en diversas localidades geográficas donde florecieron comunidades judías [40]. A estos manuscritos deben añadirse las Escrituras empleadas desde épocas muy remotas por la secta de los Samaritanos, el “Pentateuco Samaritano”[41], y la Biblia de los judíos de habla griega, la “Septuaginta”.
La traumática conclusión del culto sacrificial en el Templo de Jerusalén, destruido en el año 70 por los romanos, trajo consecuencias determinantes y duraderas para el Judaísmo. Las sectas hebreas, salvo la Farisea, se desvanecieron de la historia de Israel. Los líderes religiosos fariseos configuraron el judaísmo según la teología y las prácticas culturales que les fueron propias.
El desplazamiento de las versiones de las Escrituras Sagradas que no eran aceptadas por los escribas fariseos, constituyó otra de las etapas fundamentales del cambio acaecido en la religión hebrea. Esta tendencia hacia la “unificación unilateral” estaba ya presente entre los Fariseos.
Hillel (c. 60 A. de C.- 20 D. de C.), un “escriba” o sóferim, establecido en Jerusalén a finales del siglo I A. de C., fue su principal proponente. Se puede considerar a los “soferim” como los predecesores de los “masoretas”. A su vez los soferim son los herederos de los “Escribas” que copiaron los rollos bíblicos en la época del exilio y el postexilio. Durante quinientos años los soferim fueron colocando las bases para la futura vocalización y el establecimiento de una “interpretación autorizada” rabínica. Correspondió a la escuela de Hillel iniciar el proceso para “oficializar”, en el seno del judaísmo, un grupo de textos de la Biblia hebrea empleados en su nativa Babilonia.
Tras la derrota hebrea en la “Primera Guerra Judía” (66-72 D. de C.) y la consecuente ocupación y vasallaje de Palestina por las legiones de Vespasiano y Tito, el Fariseísmo se instituyó en “judaísmo rector”. Contribuyó su prestigio popular y su organización socio-religiosa. Los escribas y rabinos fariseos se inclinaron por la tradición textual difundida durante siglos entre los judíos establecidos en Mesopotamia.
Como explica F.M. Cross, “los eruditos rabínicos y los escribas no procedieron a una revisión integral (de textos bíblicos conocidos), ni a enmiendas, ni a procedimientos recensionales eclécticos, ni a combinaciones. Ellos seleccionaron una sola tradición textual, que puede ser llamada “Proto-Masorética” (anterior a los textos masoréticos); un texto que ya llevaba existiendo homogéneamente algún tiempo”[42].
A partir de aquel momento existió una fuerte tendencia entre los rabinos y escribas paro no permitir que se reprodujesen otros textos, salvo los “Proto-Masoréticos”. En este sentido opina Julio Trebollé: (las) “otras líneas de tradición textual (de las Escrituras Hebreas)…fueron borradas a finales del siglo I D. de C. y comienzos del siglo siguiente”. Tan sólo quedaron reflejos de estos textos, conservados en los “LXX”, el “Pentateuco Samaritano” y en citas de escritos apócrifos o del Nuevo Testamento [43]. Los textos bíblicos hallados en las cuevas de Murabba’at, pertenecientes a la época de la rebelión judía de Bar Kokhba (años 132-35 de la era cristiana) confirman esta tendencia de unificación en torno a los “Proto-Masoréticos” y el esfuerzo para difundirlos.
El término “masoretas” puede traducirse literalmente por el de “transmisores”. A partir del siglo VI los “masoretas” toman el lugar de los “sóferim”, los antiguos Escribas, a cuyo cargo estuvo el cuidado y transmisión del texto bíblico. Además de la labor de copiado, los masoretas introdujeron un aparato textual a cuya luz se interpretó la Sagrada Escritura. Los eruditos hebreos se dedicaron a incorporar y unificar las tradiciones de puntuación, vocalización, acentuación y división de los textos en hebreo, hasta ese momento de estructura consonántica.
Existieron tres “tradiciones” o “escuelas” de masoretas: una en Babilonia, otra en Palestina y otra en Tiberiades (Galilea). Con el pasar de los siglos fue imponiéndose la “tradición tiberiense”. En Tiberiades convivieron a su vez dos “corrientes”, la de la familia de los Ben Aser, y la de los Ben Neftalí. Cada una representaba ciertos rasgos propios.
Pese a la campaña en la dirección de un texto único, subsistieron otras tradiciones textuales de la Biblia hebrea, aunque su impacto no fue tan significativo. La actividad de las “Escuelas Masoréticas” comenzó solamente a partir de los siglos V y VI de la era cristiana. La sola existencia de diversas “escuelas” de masoretas evidencia que, ya avanzado el primer milenio, no se podía hablar de “un único texto establecido de la Biblia (hebrea)”[44].
La adopción de una “familia textual” -en este caso la babilónica-, en época de Hillel y sus sucesores inmediatos en el siglo I D. de C., permitió que las escuelas rabínicas fariseas difundiesen una creencia que no parecería reflejar la realidad de la historia textual: que para el siglo I de la era cristiana ya existía un texto oficial de la Biblia hebrea, una “Hebraica veritas” junto a otros textos menos favorecidos y que estaban caminando a la extinción. Esta versión fue alentada por afirmaciones de fariseos prominentes, como el historiador judío Flavio Josefo, que escribió a finales de aquel siglo:
“Hemos dado pruebas prácticas de nuestra reverencia por la Escritura. A pesar de haber transcurrido largos años, nadie se ha aventurado a añadir o remover, o alterar alguna sílaba; es un instinto en cada judío, desde el día de su nacimiento, a considerar las Escrituras como decreto de Dios, a vivir por ellas, y si es necesario, a morir con alegría por ellas”[45].
Flavio Josefo consideraba la versión de la Biblia hebrea difundida en su tiempo como un texto inmutable, nunca alterado en lo accidental o substancial por acción de los escribas y los sabios. Los escritos bíblicos y las recensiones [46] que dieron origen a los textos masoréticos se habrían originado de este “texto único”. Los descubrimientos en Qumrán, a partir de 1947 y la crítica literaria moderna de la Biblia, muestran que esta posición es insostenible.
La historia del texto de la Biblia hebrea constituye una senda de unificación y depuración de diversas tradiciones anteriores, en un intento de preservar la narración recibida. A esta empresa se deben añadir los difíciles factores idiológico-religiosos e históricos que rodearon el devenir del judaísmo entre los siglos V A. de C. y III D. de C. No debe descontarse que los Escribas hayan introducido matices y “cambios voluntarios” con el fin de conformar el texto a sus ideas o las de su escuela exegética [47]. Sin duda éstos ejercieron influencia decisiva cuando se adoptó una “familia” determinada de escritos – las evidencias textuales indican que fue la “Babilónica”- para la lectura de los fieles judíos [48].
El biblista José Salguero sostienen que en el “segundo período de la historia del texto hebreo del Antiguo Testamento (s. I D de C. a V D. de C.) se caracteriza por la fijación definitiva del texto (consonántico). Se elige una recensión y se eliminan las variantes, quedando así fijado un texto uniforme que prevalece sobre los demás y se propaga rápidamente. Ello fue obra de los ‘sóferim’ o escribas, y será perfeccionado por los masoretas”[49].
¿Qué impulsó a la secta judía de los “fariseos” a avanzar en la dirección de un “texto único”? ¿Porqué la opinión de “Hillel el Sabio” y su escuela de Escribas tuvo un peso tan decisorio en la “fijación” del texto “Proto-Masorético”? Para responder a estas interrogantes es necesario adentrarse en la historia y la cosmovisión de los Fariseos, así como la de los Escribas.
La naciente Cristiandad y sus complejas relaciones con el judaísmo fueron un factor decisivo, aunque relativamente tardío, en la determinación de los textos de la Biblia hebrea. En repetidas oportunidades el Señor Jesús criticó ásperamente a los escribas y fariseos por haber relativizado los mandamientos de Dios (ver por ejemplo Mt 15, 3). En seis oportunidades los calificó de “hipócritas”, porque descuidaron aspectos esenciales de la Ley (Mt 23, 13-33). En el mismo capítulo los denunció como “guías ciegos” de su pueblo (16). Estos reproches del Señor no se hicieron extensivos a todo escriba y fariseo. Un número importante buscó sinceramente la verdad. Está el caso de aquel escriba que deseaba seguir al Señor “a cualquier sitio” (Mt 8, 19). ¿No se trataría acaso del mismo al que Marcos describió interrogando al Señor sobre “el primero de todos los mandamientos”? (Mc 12, 28, ss.) Luego de penetrar en su corazón, el Señor Jesús le respondió: “No estás lejos del Reino de Dios”.
Las autoridades del Sanedrín [50] y sus sucesores, el “Consejo de Rabinos”, rechazaron que el Señor Jesús se proclamase “Mesías” y que postulase una interpretación de la Ley de Moisés que no estuviera en consonancia con la establecida “oficialmente” por los Escribas. Como el Hijo de Dios, venido para revelar al Padre, el Señor ejercía una autoridad única en la interpretación de la Torah. Era verdadero “Maestro” (Mt 7, 29), el “Ungido”, (Mashiah), el Hijo de David escatológico y salvador. La controversia del Señor Jesús con los Escribas se trasladó posteriormente a la Iglesia y la sinagoga. Por esta razón los rabinos “levantaron una cerca”[51] alrededor de la Torah, desestimando la lectura de la “Septuaginta”, la versión en griego de la Escritura adoptada por la Iglesia.
Los Fariseos: el “partido popular”.
El nombre “fariseo” viene del hebreo tardío “parus” o “perushim”. Hay un equivalente en la palabra griega “pharisa’os” y del arameo “p’ras”, que quiere decir “separado”. De acuerdo a interpretaciones tempranas, “fariseo” significó “examinador”, “intérprete” (de las Sagradas Escrituras). En la literatura rabínica dicho verbo quería decir “separarse”.
El historiador Emil Schürer describe a los Fariseos como “aquellos que, de manera seria y consistente, se esforzaban por cumplir en la práctica el ideal de vida legal plasmado por los Escribas (…) la Ley, en la maduración de complejidad que le fue otorgada por las labores de los Escribas en el transcurso de los siglos, fue la base de sus esfuerzos. Cumplir esta meta constituyó principio y fin de sus empeños” [52].
En el contexto rabínico [53] el nombre parece describir un grupo “puritano” que, de acuerdo a sus interpretaciones de la Ley, guardaba e impulsaba celosamente la pureza ritual. Entre los judíos en la época del Señor Jesús, “pertenecer a los fariseos” solía interpretarse como “uno que se separaba”, particularmente de la gente sencilla que se negaba a observar meticulosamente la Ley. Esta separación también parece haber ocurrido con los que “observaban” la Ley, pero lo hacían de una manera distinta a los preceptos Fariseos. En este orden estaban los Esenios y posiblemente aquellos primeros discípulos de Jesús.
Es errado asumir que el Fariseo era el “disidente” o “separatista”. En ocasiones “parus” podía simbolizar “disidente”, pero no se refería a la secta Farisea particularmente. Sorprende el grado de “helenización” que asumieron los fariseos. Algunos consideraron que ciertos aspectos de la cultura helénica no contradecían los preceptos de la Torah, -que para ellos comprendía la Ley “escrita”, y la Ley “oral”-.
Esta adecuación se hace más notable en el pasaje narrado por Lucas (7, 36-50), cuando Simón el Fariseo niega al Señor Jesús la hospitalidad tradicional judía, ejemplificada por el lavatorio de los pies, al trasponer el visitante el umbral de la casa. Antes bien, Simón invitó a los asistentes a tomar los alimentos a la manera grecorromana, reclinados alrededor de la mesa. Aparentemente ciertas concesiones a las costumbres helenizadas no contradecían la interpretación farisea de la Ley [54].
Tanto en el Nuevo Testamento, como en Flavio Josefo y la literatura rabínica, los fariseos fueron mostrados como lo opuesto a una secta marginada de las mayorías judías. Constituyeron un partido popular, muy arraigado en la sociedad hebrea, tanto de Palestina como de la Diáspora. Mantenían una organización y estructuras bien definidas. “Estos -escribió Flavio Josefo- ejercen un gran poder sobre las multitudes, que cuando dicen algo contra el rey o el sumo sacerdote, es puntualmente aceptado” [55].
La doctrina de los fariseos estaba centrada en un concepto trascendente de la pureza ritual con la cual nos familiarizan pasajes del Antiguo y el Nuevo Testamento. El concepto básico de fariseo no era el de “separado” o “apartado” del resto de la gente. Se separaban de lo “poluto”, de lo que consideraban como “impureza” y “abominación” por influencias foráneas a la Torah presente en la tierra de Israel y en el resto de naciones. En este sentido puede comprenderse a los fariseos como los modernos “puritanos”.
Esta creencia de los “puros” – los que eran especialmente exactos y puntillosos en la interpretación y la observancia de la Ley, hasta el punto de ser “rígidamente legalistas”[56]- halló expresión en la disciplina ritual extraída de la Torah y aplicada rigurosamente al pueblo, junto a políticas sociales tendientes a concretizar las exigencias de la Alianza. Dios había revelado normas de pureza a través de la Escritura, la tradición y la sabiduría de los Escribas. Correspondía a los “maestros de la Ley” -en su mayoría fariseos- interpretarlas y cuidar su aplicación.
Los fariseos se entregaron a difundir la Revelación como fue entendida por los Escribas, haciéndola aplicable a la sociedad para que cada judío pudiese alcanzar el ideal de Pueblo de la Alianza. Los Escribas fariseos se especializaron en interpretar los preceptos de la Ley, aplicando de manera escrupulosa sus criterios, tal como creían entender que mandaba el Pentateuco, restaurado por Esdras y Nehemías en Israel tras el destierro babilónico.
La autoridad de los Escribas.
Los Escribas fueron los “Maestros de la Ley”. La fuente de su influencia residía en el conocimiento de la Torah [57]. Esta erudición les significó una inmensa autoridad ante el pueblo y las autoridades. La “corporación de Escribas” estaba abierta a todos los ámbitos sociales del judaísmo. Escribas fueron personajes de origen aristocrático como Ananías, el “capitán” de la guardia del Templo; Saulo un judío de Tarso, fabricante de tiendas; un comerciante como Johanan ben Zakkai; y un obrero asalariado como Hillel.
El origen de los Escribas como grupo selecto de estudiosos de la Sagrada Escritura y la “Ley oral” debe ubicarse en el segundo exilio -tanto de Babilonia como de Egipto-. En el año 587 A. de C. el reino de Judá, con Jerusalén, fue destruido por el rey babilónico Nabucodonosor. La acción del monarca fue un acto de venganza por la rebelión de los judíos contra la dominación asirio-babilónica establecida durante la “primera” conquista del año 597 A.de C., cuando se deportó a Mesopotamia un número importante de los dirigentes, junto a los mejores artesanos del país.
Sedecías, gobernante de Judá, estableció una desastrosa alianza con los egipcios, enemigos acérrimos de los babilonios (Jr 41, 10; Ez 21, 23 ss.). La represalia de Nabucodonosor fue inmediata. En el año 588 puso sitio a la ciudad. El esperado socorro egipcio nunca llegó. En julio del año 587 los Caldeos y Babilonios lograron abrir una brecha en la muralla, minando la moral de la resistencia. Sedecías intentó escapar, pero fue capturado.
Temiendo nuevos brotes de resistencia y conociendo que el templo era el centro del nacionalismo hebreo, Nabucodonosor mandó a su general Nabuzaradán para que incendie el Templo. El tesoro fue saqueado y los sacerdotes principales ejecutados. Los babilonios capturaron y deportaron a un numeroso grupo de dirigentes. Con la dominación babilónica dejó de existir el reino de Judá. Aparte de los judíos conducidos a Babilonia por la fuerza, un gran número abandonó Judá en busca de seguridad. Muchos se encaminaron a Egipto (Jr 42), distribuyéndose por todo el país. Los egipcios establecieron una guarnición de “judíos” en Elefantina, Etiopía, cerca a la primera catarata del Nilo [58].
Para el pueblo judío fue importantísimo saber cómo poner en práctica los preceptos de la Ley durante la estancia forzada en tierras extranjeras. El reto de la enseñanza de la Torah fue asumido por personas piadosas y sabias, que se abocaron a “elaborar” una tradición legal.
A partir del siglo I D. de C. esta normativa compartió junto a la sinagoga el dominó del judaísmo. “Sinagoga” venía del nombre griego “synagogé” y del hebreo “bet-knesset”. La sinagoga era un lugar de reunión y enseñanza de la Sagrada Escritura, particularmente el día sábado. Flavio Josefo relataba que,
“todas las semanas los hombres dejaban un momento sus ocupaciones para reunirse a escuchar la Ley y para obtener certero conocimiento de ella” (Antigüedades, 2, 175). Los Escribas instaban a la gente a que escaparan de la ignorancia de la Ley. En este sentido enseñaba Filón: “El legislador Moisés decretó que los judíos se instruyan en las Leyes ancestrales; que se reúnan en el día séptimo para escuchar la lectura de la Ley, para que no haya ningún ignorante” (Hipotética, 7, 10-12).
Henri Cazelles cree encontrar el origen de la liturgia sinagogal en las reuniones que celebraban el sábado, “a orillas de los ríos de Babilonia” (Sal 137, 1) [59].
Los primeros “ejemplos” de Escribas notables fueron aportados por personajes de la historia de Israel como Baruc, “amanuense” de Jeremías [60], y Esdras, quien reintrodujo en Judá la práctica de Ley mosaica [61]. De Esdras se dice que “era escriba diligente en la Ley de Moisés” (Esr 7, 6). Artajerjes, rey de los persas, fue gran admirador suyo. Permitió a Esdras restablecer el culto del templo de Jerusalén: “Esdras, sacerdote, escriba entendido en las palabras y preceptos del Señor y en las ceremonias que dio a Israel (…) muy docto en la Ley del Dios del cielo” (Esr 7, 11-12).
El libro del Sirácida, especialmente el capítulo 39, ofrece un “programa” en forma de máximas” para el escriba estudioso:
“El sabio indagará la sabiduría de todos los antiguos, estudiará en los profetas. Contemplará atentamente lo que dijeron los hombres ilustres, asimismo penetrará en las sutilezas de las parábolas” (39, 1-2).
El estudioso, Padre R. de Vaux, asoció el origen de los Escribas a los Levitas, empleados desde antaño como “escribanos”, “sóferim” -que viene de la raíz acádica “str” , escribir”-. Actuaban también como “asesores adjuntos de los jueces”. Fuera del culto, estos Levitas tenían una función de enseñanza. Josafat les encomendó la instrucción de la Torah en Judá, donde acudían “provistos del libro de la Ley de Yahweh” [62]. Los Levitas, “sóferim”, eran “los que aportaban la inteligencia”, el conocimiento de las cosas de Dios [63].
En el período Helenista (c. 332 A de C.- 64 A. de C.) fue ocurriendo un cambio substancial en la corporación de los Escribas. Pasaron de una condición “carismática”[64], donde destacaba el papel fundamental de Dios como “dador” del espíritu de inteligencia, a una posición eminentemente “profesional”. Fue precisamente este “estilo”, caracterizado como un apego a la “letra de la Ley”, la actitud que el Señor Jesús criticó ásperamente en ciertos Escribas [65].
Durante los períodos Asmoneo (o Macabeo) y Romano los Escribas conformaron una corporación reverenciada, dedicada a la instrucción de estudiantes en la Escritura y en la tradición oral de los maestros anteriores. Entre sus funciones más importantes estaba la de aconsejar judicialmente al Sanedrín, especialmente en los aspectos intrincados de la interpretación de la Torah [66].
No hubo mayor honra en el Israel post-exílico que estudiar la Ley, meditarla, enseñarla y aplicarla en las situaciones de la vida diaria. El Antiguo Testamento ofrece un testimonio fundamental con la literatura sapiencial. Escribas como Tobías y Ben Sirá se entregaron a la enseñanza de los preceptos prácticos y piadosos de la Ley. El “sabio” era quien temía a Dios y guardaba sus normas (Esd. 7, 25; Sal 19, 7-14; 119).
La educación del escriba comenzaba desde tierna edad. Flavio Josefo, quien se educó como escriba, afirmaba que para los catorce años ya dominaba la interpretación de la Ley[67]. Aquel que postulaba a la “corporación” debía estudiar varios años, culminando con la “sanción” legal o “autoridad reconocida” por la comunidad de fieles para enseñar. La instrucción era casuística. Implicaba la memorización de las Sagradas Escrituras y las sentencias de los “sóferim”, los Escribas anteriores. Se impartía mediante el contacto personal con el maestro.
El pupilo (“talmid”) aprendía el método llamado “haláquico”[68], buscando mostrar competencia para legislar sobre cuestiones religiosas y penales en el contexto de la Ley. Se entendía que la formación culminaba a los cuarenta años, cuando el discípulo alcanzaba la edad reglamentaria para el reconocimiento legal como escriba.
Esta “sanción” significaba el ingreso a la “orden” de los Escribas. La corporación podía estar compuesta por judíos procedentes de la nobleza, del sacerdocio, e incluso de la secta Saducea. Pero el grupo más nutrido estuvo conformado por Fariseos de toda condición social. Para la época del Señor Jesús, la totalidad de los Fariseos en el Sanedrín eran Escribas.
Joaquín Jeremías los describe como una “clase ascendente”[69], de enorme prestigio político y social, incluso con mayor autoridad que el “sacerdocio” tradicional. El prestigio del Sumo Sacerdote, cabeza del Sanedrín, había sufrido notablemente desde la conquista helénica. Las autoridades tolomeas, seleúcidas, asmoneas, herodianas y romanas convirtieron en práctica común nombrar y destituir a los sacerdotes del Templo de acuerdo a intereses políticos y económicos.
Al disminuir el prestigio de los sacerdotes, el pueblo comenzó a recurrir a quienes tenían por más cercanos y detentaban sabiduría en la Ley. Entre las funciones y responsabilidades fijadas a los Escribas, estaba la administración de los tribunales de infracciones menores y de la enseñanza en las sinagogas.
La manera correcta de denominar a un escriba fue “rabí” (“mi señor”). Otras personas ajenas al ciclo de formación farisea podían recibir dicho apelativo porque mostraban autoridad sobre la Escritura. Este fue el caso del Señor Jesús. Esta situación fue cambiando en el transcurso del siglo I D. de C. Para esta época solamente podía detentar el título de “rabí” o “rabino” aquella persona que culminaba los estudios y recibía la ordenanza de ejercer dicho ministerio. Los Escribas más notables comenzaron a emplear vestimentas especiales, anteriormente reservadas a la nobleza. Para la época del Señor el poder real del Sanedrín estaba en manos de los Fariseos. Los “sumos sacerdotes” de la familia “Ananita”, de origen saduceo, buscaron la alianza con los Fariseos.
El Sanedrín cumplía la función de “corte superior de justicia”. Sus dictámenes se basaban en el dominio de la exégesis escriturística, en la que destacaban los Escribas fariseos. Junto a esta presencia en la “corte” judía, los Escribas escalaron importantes posiciones en la administración del “estado sacerdotal” judío. La Escritura ha guardado nombres de fariseos notables como Nicodemo y Gamaliel I. Por otras fuentes conocemos a Shemaiah, Simeón, hijo de Gamaliel I y Johanan ben Zakkai.
Correspondía a Escribas reconocidos legislar y “transmitir” la tradición derivada de la interpretación de la Torah. A partir del año 70 de la era cristiana la exégesis y la legislación se realizó de acuerdo a la cosmovición teológica y cultual de los rabinos y escribas fariseos.
Esta etapa coincide con la transformación del concepto de “escriba” al de “hakamim”, “hombre sabio”, y, de manera más popular, “rabino”. La masa de judíos piadosos guardaba en gran estima la opinión de estos “rabinos”. Sus sentencias fueron vistas como “iguales”, e incluso “superiores” a la propia Torah. Para los judíos de Palestina y la diáspora, las decisiones y opiniones de los rabinos tenían el poder de “atar” y “desatar” en cuestiones de la Ley [70].
La razón principal del reconocimiento y veneración de los Escribas y rabinos debe buscarse también en su condición de “guardianes de conocimientos secretos”, herederos de una tradición esotérica. Por ejemplo, existían reglas estrictas para la exposición de ciertos pasajes de la Escritura. “La historia de la creación no debe ser expuesta ante dos personas, ni el capítulo de Carro de Fuego ante uno, a no ser que sea un sabio que domina plenamente estos conocimientos”, rezaba una de sus “reglas” [71]. Ellos creían que contenían los secretos más profundos del Ser Divino.
Entre los siglos I antes de la era cristiana y I después de la era cristiana, la tradición oral depositada en la “Halaka”, la “legislación” inscrita en el texto bíblico, se transformó en dominio de este “esoterismo”, donde solamente tenían acceso los Escribas “iniciados”.
La enseñanza en sinagogas y academias no podía ser propagada por la palabra escrita, porque se trataba del “secreto de Dios”. Solamente podía transmitirse oralmente, de maestro a alumno. Alfred Edersheim expone cómo deleitaba a la mente del judío oriental escribir enigmáticamente, esto es, cubriendo con un manto tenue ciertas expresiones que solamente eran familiares para los iniciados. Los textos de los Escribas estaban llenos de palabras misteriosas, marcadas solamente con iniciales [72].
Los investigadores de Qumrán encontraron dificultades complejas cuando debieron enfrentarse al estudio de ciertos comentarios a los libros de los Profetas y a los Salmos. Los autores Esenios de estos textos o “pesharim”, consideraban al Libro Sagrado como poseedor de un misterio que debía permanecer oculto, salvo aquellos iniciados de la secta. Solamente ciertos “pesharim” accedían al líder sectario, llamado “Maestro de Justicia” [73].
A partir del siglo II de la era cristiana los rabinos cambiaron esta aproximación. Su acción hizo más accesible la “Torah escrita” (“texto Proto-Masorético”). Su fin fue contrarrestar los textos bíblicos empleados por los cristianos, particularmente la “Septuaginta”. De esta manera existió la tendencia de despojar a la Escritura del carácter esotérico. Incluso, en la etapa “rabínica”, la Escritura no fue completamente abordable por las masas judías. La Biblia estaba escrita en hebreo, lenguaje considerado “sagrado” cuando las lenguas de uso común eran el arameo y el griego.
Sorprende, por ejemplo, que entre los textos escriturísticos hallados en las grutas de Murabba’at y Nahal Hever, pertenecientes al período de 132-135 d e la era cristiana se hubiesen encontrado fragmentos del texto hebreo de los Profetas Menores (Joel y Zacarías). Mientras que en la vecina Hever se hallaron manuscritos de los seis Profetas Menores traducidos al griego. En Hever también se encontraron cartas personales escritas en arameo.
Durante los siglo I y II D. de C., a pesar del trilinguismo existente en Judea, los Escribas rechazaron la fijación y difusión de textos de la Escritura en arameo. Se cuenta que al recibir Gamaliel I una copia de un Tárgum de Job (una traducción al arameo), la hizo tapiar en una pared por tratarse de un libro prohibido [74]. Tal autoridad solamente podía emanar de un personaje venerado. El “sóferim” era considerado como heredero y sucesor inmediato de los profetas: sus sentencias eran veneradas como poseedoras de autoridad soberana.
Cuando sucumbió Jerusalén bajo las armas romanas en el año 70 de la era cristiana los Escribas fariseos permanecieron como la única fuente para comprender la “revelación”. El pueblo respondió tributándoles una reverencia reservada a los “virtuosos”. Las tumbas de escribas y rabinos recibieron la misma veneración que las de los profetas. Sus vidas fueron recordadas por acontecimientos portentosos. Este prestigio, proyectado en la organización cúltica y exegética de las sinagogas y “academias rabínicas”, reemplazó efectivamente al Templo y los sacrificios en la religión judía [75].
Un ejemplo de la narrativa del “culto” a los Escribas involucra a Shammai y a Hillel. Se cuenta que un gentil le hizo la siguiente pregunta a Shammai: “Si el sabio logra enseñarme toda la Ley mientras me paro en un pie, entonces me haré prosélito”. Dudando de su sinceridad, Shammai cogió un palo y lo corrió. Acudió con la misma pregunta a Hillel, quien le dijo: “Aquello que es odioso para ti, no lo hagas a tu vecino; esta es toda la Torah. El resto es comentario” [76].
La “Escuela” de Hillel.
El papel de un judío nativo de Babilonia llamado Hillel fue trascendental en el proceso de fijación del texto bíblico. Asimismo sus enseñanzas influyeron de manera determinante para “fijar” una “lista” de libros Sagrados, aceptados por el judaísmo farisaico. Hillel era un escriba fariseo de origen humilde, que se ganaba la vida como jornalero. Su celo por el aprendizaje de la Ley lo hizo recorrer a pie el camino entre Babilonia y Jerusalén con el fin de instruirse en la “habura” o escuela de los Escribas Shemaiah y Abtalion.
A pesar de los largos años pasados en el exilio a orillas del Eúfrates, rodeados del ambiente hostil y sugerente del politeísmo Oriental, los judíos de Babilonia habían conservado la fe en el Dios de la Escritura. Los judíos de Jerusalén, ciudad de geografía y proporciones austeras, fueron transportados a una urbe de insólita riqueza. El Templo construido por Salomón, dilapidado por los siglos y el descuido de los gobernantes de Judá, quedaba opacado frente a los magníficos centros de culto dedicados a los dioses paganos.
El profeta Isaías dio la voz de alarma frente al riesgo de apostasía cuando los judíos exilados en los días de Nabucodonosor (587 A. de C.) cuestionaron el poder de Yahwéh para defender a su Pueblo (Ez 18, 2; 25). El libro de Job trasluce con dramatismo el estado de ánimo de un pueblo embargado por el torbellino de la tragedia y el desconcierto. El nuevo exilio en tierras extranjeras probó la fe de Israel. Muchos judíos se sintieron tentados de abandonar las creencias ancestrales, centradas en la Alianza con Moisés (Jr 44, 15-19; Ez 20, 23).
Los Israelitas lograron sobrevivir a esta experiencia formativa, mientras que otros pueblos no tuvieron igual destino. La identidad como nación se sostuvo sobre dos pilares: la esperanza de la restauración a la tierra prometida (Ez 37), ofrecida por Yahvé a través de los profetas; y el tremendo empeño en el cuidado de la Ley. Los profetas habían interpretado que el exilio era consecuencia del pecado de un pueblo que le había dado la espalda a Dios y su Torah. La teología del exilio fue asumiendo la idea que el futuro de Israel iba a depender de un cumplimiento escrupuloso de los preceptos de la Ley. Como explica Bright:
“El exilio podía ser considerado como un castigo merecido y como una purificación que preparaba a Israel para un futuro nuevo. Con estas palabras, y con la seguridad dada al pueblo de que Yahvé no estaba lejos de ellos ni siquiera en el país de su destierro, prepararon los profetas el camino para la formación de una nueva comunidad” [77].
Desaparecidos el culto del Templo y el reino judío, solamente quedaba a los desperdigados por Mesopotamia y Asia Menor reagruparse en torno a una entidad, en este caso la Ley, y las obligaciones rituales que imponía: la importancia del Sábado, la circuncisión y la pureza ritual. La totalidad de la vida del nuevo Israel debía ser regulada y sostenida en la Torah. Con anuencia de los persas, el Profeta Esdras restableció la práctica de la Ley en Jerusalén. Este pacto se hizo extensivo a los judíos dispersos por el mundo antiguo. Israel ya no sería una entidad nacional, limitada a las cambiantes fronteras de Palestina. “Judío” era aquel que asumía la responsabilidad de obedecer la Torah.
En ningún lugar fue más importante guardar y aplicar rectamente la normatividad mosaica que en las comunidades judías inmersas en tierras y costumbres extrañas. Particularmente en Babilonia, identificada desde antiguo como un lugar permisivo. En este lugar los Escribas adquirieron una importancia fundamental. Se acudió a ellos en busca de guía para la recta interpretación y aplicación de la Ley, especialmente cuando sus textos parecían poco comprensibles.
Esdras constituye un importante testimonio de la vida en esta vigorosa comunidad de “anawim”[78]. Un “anaw” como Esdras “se había entregado al estudio y a la práctica de la Ley del Señor, enseñándola a los israelitas” (Es 7, 10). Ellos construyeron un “seto” protector entre los judíos y las costumbres paganas de sus vecinos.
Al igual que Esdras, Hillel había aprendido la Torah en las escuelas de Babilonia, donde se formaron algunos de los más importantes Escribas [79]. Hillel acudió a Jerusalén porque la ciudad Santa era el principal centro de aprendizaje para la Ley y sus comentarios. En la ciudad santa estableció una “escuela” que logró un universal respeto entre los judíos. Se puede considerar a Hillel como una de las personalidades rectoras y más creativas del judaísmo de su tiempo. Sus descendientes espirituales e intelectuales (Gamaliel I, Akiba, y Gamaliel II) fueron los líderes que condujeron la normatividad de vida entre los judíos por varias generaciones.
Hillel, nacido alrededor del año 60 A. de C. y muerto alrededor del año 20 D. de C. alcanzó la categoría de “Príncipe”, “Nasi”, del consejo rabínico cuando intervino en una disputa sobre la prioridad del sacrificio pascual sobre el descanso del “Sábado”. Al parecer el Consejo había “olvidado” la legislación. Al emitir su sentencia, Hillel estableció un “precedente” de procedimiento cuando apeló a la tradición previa: “Así les escuché enseñar a Shamaiah y Abtalion”[80].
A principios del siglo I D. de C. convivieron en Judea dos escuelas principales de escribas fariseos, la de Shammai y la de Hillel. La de Shammai dominó la interpretación de la Torah hasta la destrucción del Templo en el año 70 de la era cristiana. Shammai (50 A. de C.-30 D. de C.) se adhería la letra de la Ley mientras que Hillel favorecía una interpretación más libre de los textos bíblicos.
Los “comentarios exegéticos” del fariseísmo rabínico.
Tras la hecatombe del año 70 D. de C. la escuela de Hillel lideró la reorganización del judaísmo, ganando una ascendencia única entre los judíos de Palestina y la Diáspora. Su aproximación más indulgente hacia la Ley contribuyó a este proceso. El prestigio de la escuela rabínica fue creciendo bajo la autoridad personal de líderes como Gamaliel el Mayor (Ver Hch 22, 3; 5, 34) y el rabino Johanan ben Zakkai, que restableció el “Consejo de Ancianos” en Jamnia. Esta nueva entidad rectora del judaísmo estuvo conformada únicamente por representantes del fariseísmo.
A pesar de la visión más atemperada de la Ley y la aproximación comprensiva de Gamaliel el Mayor ante los Apóstoles, correspondió a uno de los líderes posteriores de la escuela, Gamaliel II, excluir formalmente de las sinagogas a los cristianos de origen hebreo. Llamados “Judeocristianos”, habían conservado ciertas costumbres ancestrales mosaicas.
A principios del siglo II D de .C., Gamaliel II, rector de la academia de Tiberiades, concretó la expulsión pronunciando la severa sentencia: “Dejad que los Nazarenos y los herejes perezcan en un instante. Permite que sean excluidos del libro de los vivos y permite que sean separados de entre los justos”[81].
La palabra hebrea “Midrash” significa literalmente “investigación”. En el ámbito de los rabinos “tanaitas” (transmisores de tradición), “Midrash” expresaba la acción de “investigar”, “escrutar” y “comentar” las Sagradas Escrituras. Los rabinos y los fieles “investigaban” la Biblia para hallar las normas que deberían regir sus vidas. Esta lectura meditada fue practicada en las sinagogas durante los servicios de los Sábados. El “lector” proclamaba las Escrituras, para luego explicarlas. Se trataba de desentrañar, tanto su significado “oculto”, como su sentido práctico.
Los Evangelios narran como el Señor Jesús acudía a las sinagogas a enseñar: “Vino a su patria (Nazaret) y los instruía en sus sinagogas” (Mt 13, 54). El contraste entre las enseñanzas “midráshicas” del Señor y los Apóstoles; y las de los Escribas y rabinos, es notoria. El comentario cristiano atribuyó mayor importancia al sentido propio de la Escritura. Se evitaban las sutilezas de la Ley tan ajustadas a la casuística de las escuelas rabínicas. Sin descuidar el recurso al Antiguo Testamento, los cristianos solían enseñar con más sencillez el mensaje sagrado. Como marco de fondo estaba presente el anuncio del Señor sobre la revelación del Reino a los sencillos antes que a los sabios (Mt 11, 25)[82].
Las primeras misiones cristianas coinciden con el esfuerzo desplegado por los rabinos para codificar de la “Ley oral”, que junto al Pentateuco, fue preservada y ampliada por los “Maestros de la Ley” y los Escribas. Las figuras dominantes del judaísmo en esta etapa fueron el rabino Akiba y su discípulo Meir. La tradición rabínica farisaica distingue entre una “Torá Escrita” y una “Torá oral”. La “Tora escrita” es el Pentateuco, los cinco libros de Moisés; la “Torá oral” es la elaboración en la tradición, de los preceptos legales contenidos en la “Torá escrita”. Según la tradición rabínica, la Torá oral era la heredera legal de la profecía.
Las sentencias de Mishná Aboth. 1, 1, decían: “Moisés recibió la Torá en el Sinaí y la entregó a Josué, Josué la dio a los ancianos, los ancianos a los profetas, y los profetas las pasaron a los hombres del Gran Sanedrín”. Desde esta perspectiva, los Maestros de la Ley y los Escribas creían firmemente que existía una línea directa entre Moisés y ellos. Esta concepción de “Torá oral” fue el argumento empleado por los rabinos farisaicos para legitimar sus sentencias y enseñanzas en los primeros siglos de la Era Cristiana. Bajo esta “legitimidad” se interviene repetidas veces en el contenido del “Canon” hebreo.
A principios del siglo III (189 D. de C.), un sucesor de Akiba y Meir, el maestro Judá ben Hanasi, concluyó en Tiberiades la redacción del compendio de los comentarios a la Ley. Esta recopilación de las interpretaciones, sentencias y enseñanzas de los Escribas -llamados “tanaitas”, “repetidores” o “Maestros de la Ley oral”-, recibió el nombre de “Mishná”[83].
“Mishná” significa “estudio” y “repetición” de lo aprendido [84]. Sus alcances abarcan fundamentalmente preceptos legales, en forma de “dichos” e “instrucciones”. La Mishná fue redactada en hebreo, pero le fueron añadidas palabras y términos en otras lenguas vecinas a la región de Tiberiades, principalmente en griego y arameo[85]. La Mishná reúne las opiniones de los sabios sobre tres doctrinas fundamentales del judaísmo rabínico: la resurrección de los muertos, el origen divino de la Torah (sea la de carácter escrito y la de carácter oral) y la intervención de Dios en la existencia del hombre.
Los comentarios a la Mishná conformaron el conjunto llamado Talmud o “enseñanza”. Las escuelas rabínicas de Palestina (Tiberiades) y de Babilonia dieron origen a sus propios talmuds. El “Talmud de Babilonia” es más extenso que el de Palestina. Incluso goza de mayor autoridad. El “Talmud palestinense” fue concluido primero (siglo V de la era cristiana); mientras que el Babilonio fue recibiendo adiciones hasta bien entrado el siglo VII D. de C.
El problema de la fijación de una “lista” de libros de la Sagrada Escritura: el llamado “Canon” fariseo.
A partir de la segunda mitad del siglo I D. de C. se intentó concretar una “lista” oficial de libros de la Sagrada Escritura. Aunque no constituyó una tendencia uniforme en el judaísmo -como muestra la pluralidad de textos en la biblioteca de Qumrán-, los rabinos fariseos impulsaron un “catálogo” invariable donde no se podría sumar o restar ningún libro.
Flavio Josefo fue explícito al mencionar los libros “divinos”. Al parecer Josefo estaba siguiendo las enseñanzas difundidas por Escribas como Hillel con respecto al “Canon” de libros que consideraban inspirados. Hillel había enseñado que los libros sagrados comenzaban con el Pentateuco y concluían con Esdras y Nehemías. Flavio Josefo enumeró esta lista en su obra llamada “Contra Apión”, escrita en Roma al finalizar el siglo I D. de C. (años 97 y 98 de la era cristiana):
“Nosotros (judíos) no poseemos miríadas de libros inconsistentes, enfrentados uno a otro. Nuestros libros, aquellos justamente acreditados, son solamente dos y veinte, y contienen la historia de todos los tiempos. De éstos, cinco son los libros de Moisés, comprometiendo las Leyes, y la historia tradicional desde el nacimiento del hombre hasta la muerte del gran legislador (…) De la muerte de Moisés hasta Atajerjes, quien sucedió a Jerjes como Rey de Persia, los profetas siguientes a Moisés escribieron la historia de los eventos de su tiempo en trece libros. Los cuatro libros siguientes contienen los himnos de Dios y los preceptos de la conducta humana. Desde Atajerjes hasta el tiempo presente la historia completa ha sido escrita, pero no ha sido digna del mismo crédito como lo fueron anteriores recopilaciones, porque se quebró la exacta sucesión de profetas”[86].
La “lista” de Flavio Josefo excluye explícitamente aquellos libros escritos durante la época Helénica. Más bien extrajo los nombres, lo mismo que Hillel y Filón, del llamado “Canon de Esdras”. De los testimonios que aportó Esdras no es posible extraer la información que determinaría la existencia de un “catálogo” cerrado de los Libros Sagrados. El libro de Esdras relata que el líder hebreo, “un escriba muy versado en la Ley de Moisés” (Esdras 7, 6), subió a Jerusalén, “para cumplir (la Ley de Yahvé) y para enseñar en Israel las Leyes y los preceptos” (7, 10).
Siguiendo el criterio del erudito hebraista S.R. Driver, del testimonio escriturístico solamente podemos inferir que Esdras se entregó a la promoción de la observancia de la Ley, olvidada por los israelitas. No así a la redacción de un “Canon” que haya contenido los libros proféticos y los posteriores (Hagiógrafos):
“(Esdras 7, 6 y 10) no aporta soporte histórico alguno para suponer que Ezra haya tenido alguna parte en la recolección o edición de los libros del Antiguo Testamento, o en completar el Canon del Antiguo Testamento”[87].
Quien reintrodujo hodiernamente el tema del “Canon cerrado” de Esdras fue el estudioso judío Elías Levita (m. 1549), autor de una obra dedicada al origen y naturaleza de los textos masoréticos llamada “Massoreth ha-Massoreth”. Las opiniones de Elías Levita fueron asumidas por diversas autoridades protestantes para apoyar la exclusión del Canon de los Libros Hagiógrafos, aceptados por la tradición católica.
Sin embargo los libros de Esdras y Nehemías constituyen ricos depósitos de información histórica. Tanto Esdras como Nehemías ejercieron una labor providencial en la reconstrucción del judaísmo en Palestina en época del rey persa Artajerjes I Longimano (465-425 A. de C.). Lo que parece incierto es que Esdras y Nehemías[88] hayan determinado un número exacto de textos bíblicos “inspirados”, en este caso, los veintidós citados por Flavio Josefo.
Las observaciones que pueden realizarse a esta teoría son diversas. Si ya existía un “Canon” para el año 444 A. de C. cuando Esdras “restableció” la Ley en Judá[89], cabe preguntarse porqué continuaron en el seno de la religión hebrea los debates sobre la “Canonicidad” de ciertos libros del Antiguo Testamento.
La presunta fuente del “Pseudo Canon Esdrino”, los dos libros de las Crónicas y los de Esdras y Nehemías, fueron compuestos en su forma definitiva, en época muy posterior a la muerte de los estos profetas, concretamente durante el período helenista y romano. Esdras y Nehemías solamente pudieron ser conocidos en esta etapa, porque se hace mención de acontecimientos posteriores. Por ejemplo, se cita a un cierto Sumo Sacerdote llamado Yadua[90], que según fuentes exteriores fue contemporáneo de Alejandro Magno. Desde su redacción entre los siglo IV-III A. de C., Esdras y Nehemías formaron parte de los libros sagrados de los hebreos. Por lo tanto el “catálogo” debió ser cerrado con bastante posterioridad a Esdras y Nehemías.
Lo más probable es que en tiempos de Esdras se hayan recopilado los libros sagrados, que ya eran reconocidos como inspirados desde la época ante-exílica cuando el rey Josías (640-608 A. de C.) unificó el culto según la Torah, y reconoció la autoridad de los textos bíblicos existentes en su época.
El argumento de Josefo tropieza con diversas dificultades. No existe evidencia suficientemente clara que con anterioridad al año 70 D de C. haya existido un “Canon” o “texto fijado”. Los Esenios de Qumrán no exhibieron semejante “Canon” hebreo. Lo mismo ocurre con la comunidad judía de Alejandría, o las comunidades primitivas de la Iglesia en la época apostólica, llamadas “judeo-cristianas”.
Hasta años recientes se habló de un “concilio” judío en Jamnia (Yabneh) llevado a cabo a finales del I siglo D. de C… El llamado “Concilio de Jamnia” constituye una designación inexacta de una sesión particular de la “academia” rabínica o “corte” farisea en dicha localidad.
Difícilmente los rabinos fijaron el “Canon” hebreo durante los procedimientos celebrados en Jamnia alrededor del año 90 D. de C. Evidencias históricas demuestran que, a lo más, discutieron sobre determinados libros. Los rabinos afirmaron que el Eclesiastés y el Cantar de los Cantares “desafiaban las manos”. Por lo tanto, eran libros inspirados y les correspondía formar parte la Escritura hebrea.
Se debe insistir que los procedimientos de Jamnia no constituyeron un “concilio”, menos aún en el sentido eclesiástico. Las decisiones de Jamnia fueron tomadas en base a opiniones anteriores. Una vez sancionado el tema, los desacuerdos sobre la “inclusión” de estos libros en la Biblia continuaron.
La “academia” de Jamnia fue fundada por Yohanan ben Zakkai, discípulo de Hillel. Un descendiente de Hillel, llamado Gamaliel II, fue quien la dirigió entre los años 80 D. de C. hasta el siglo siguiente. Tras la destrucción de Jerusalén en el año 70, los “maestros” Escribas de la academia hicieron las veces de “sanedrín”, ejerciendo autoridad normativa en materia religiosa.
La “lista” publicada por Flavio Josefo deja entrever los prejuicios de los fariseos hacia ciertos libros designados peyorativamente, a partir del siglo XVI por Sixto de Siena, “Deuterocanónicos”. El nombre empleado por Sixto fue inexacto. Los textos del Antiguo Testamento en cuestión son: Tobías, Judit, Baruc, Sabiduría, Eclesiástico (Ben Sirá), y 1 y 2 Macabeos.
Es muy probable que la “fijación” de una “lista oficial” haya comenzado con la “oficialización” del “Texto Rabínico” en el seno de la escuela de Hillel. Estas unificaciones concurren con la imposición de “reglas” en materias como la sistematización de principios hermenéuticos y de la dialéctica “halaquiica” -el modo de razonamiento legal por medio del cual se deducen Leyes religiosas en la Escritura-. La autoridad de Hillel y su escuela fueron fundamentales para establecer un “manto protector” hacia el “Pentateuco Babilónico” y la llamada “lista corta” de 22 libros inspirados. El empleo continuo de un número de libros condujo, a través de los años, a considerar que “desafiaban las manos” (inspirados).
La “Septuaginta”, cuya traducción se inició en medios judíos alejandrinos alrededor del año 280 A. de C., refleja la existencia de un criterio “canónico” muy antiguo, diverso al planteado por el fariseísmo babilónico y jerosolimitano.
Los “LXX” son la versión del Antiguo Testamento más mencionada en los Evangelios. A la lista alejandrina de libros sagrados se le opuso una de más reciente factura (de finales del siglo II D. de C.), que reflejaba el proceso iniciado en círculos rabínicos en el contexto de los conflictos entre las sectas judías de la época de Hillel. Con la difusión del cristianismo, el judaísmo rabínico descartó la versión “antigua” de los “Setenta” (LXX), y el “Canon” que sustentaba.
Los descubrimientos de Qumrán han confirmado el valor del texto bíblico de la Septuaginta. Los manuscritos en hebreo, arameo y griego confirman la fidelidad de la traducción con respecto a las versiones antiguas o paleo-hebreas en uso en Palestina durante la época ante-cristiana. Ha quedado completamente descartada la postura de que la Septuaginta era una “versión parafrástica” semejante a un Targum o comentario.
Los principios que guiaron la exclusión de ciertos libros del llamado “Canon rabínico-farisaico”, realidad que refleja el escrito de Josefo, estuvieron orientados a eliminar aquellos escritos que resultaban extraños a Hillel y su escuela. Estos tenían la característica de haber sido redactados en época tardía, durante el período de dominación Helenística.
En Qumrán se ve claramente la existencia de diversos libros que desafían la existencia de un “Canon” temprano, anterior al año 70 D. de C. No ocurre así con obras antiguas y veneradas por el judaísmo, como Ezequiel, el Cantar de los Cantares y el Eclesiastés, e incluso con Baruch y la “Carta de Jeremías”, añadida al libro del profeta. Al parecer el criterio seguido por los rabinos fue aceptar aquellos escritos que ya estaban fijados cuando finalizaba el período Persa (siglo IV A. de C.). Esta “lista” que expresaba las opiniones de Hillel y su escuela no halló aceptación inmediata, incluso en círculos fariseos. El proceso por el cual fueron imponiéndose los libros del texto de Hillel, ocurrió durante el intervalo entre las dos rebeliones judías (70-132 D. de C.).
Intentos tempranos de reemplazar la Septuaginta: la traducción del “Proto-Teodoción”.
En años recientes salieron a la luz fragmentos de una traducción desconocida del hebreo al griego. Se trataba de una sorprendente revisión temprana de la Septuaginta (c. 50 D. de C.) para conformarla con los Proto-Masoréticos cuando se hallaban en plena formación.
Según Dominique Barthélemy, autor del primer estudio de los textos llamados del “Proto-Teodoción”, los escribas y rabinos hicieron una serie de intentos de “alinear” la Biblia griega con la “cambiante” tradición textual inspirada por la autoridad religiosa de los líderes fariseos. Barthélemy estableció sólidamente que el “Proto-Teodoción” sirvió como base común para otras traducciones de la Biblia griega (p. ej. Teodoción y Símaco), y ante todo, la de Aquila [91].
Sorprende que el judaísmo rabínico haya emprendido, en una etapa tan temprana, la empresa de distanciar sus Escrituras Sagradas de los cristianos. Ello testimonia el intenso empleo que hizo la Iglesia cristiana apostólica del Antiguo Testamento para evidenciar el cumplimiento de los anuncios proféticos en el Señor Jesús. ¿Acaso en esta fecha temprana no circulaban ya los Evangelios con citas veterotestamentarias extraídas de la Septuaginta?
Los Textos Masoréticos.
La existencia de diversas tradiciones.
Entre las sinagogas del siglo II D. de .C. se difundió la costumbre de excluir aquellos libros de la Sagrada Escritura que no estuviesen comprendidos en la “lista” rabínica. Este criterio abarcó los textos empleados por los cristianos, principalmente la “Septuaginta”. Aquel período coincidió con el inicio de la compilación de las tradiciones jurídicas y exegéticas, tanto legales (Misnah), como de exégesis escriturística (la literatura midrásica). Este esfuerzo estuvo orientado a reconstruir el judaísmo sobre la base de la Tanak, la Biblia de Moisés y los Profetas.
La ingerencia del judaísmo rabínico fue trascendental. En los dominios romanos, especialmente en Oriente, convivían cuatro millones de judíos, representando el siete por ciento de la población del Imperio. El personaje representativo del período posterior a la destrucción del Templo de Jerusalén fue el rabino Akiba. Su mayor esfuerzo estuvo orientado a “fijar” el texto consonántico de la Biblia hebrea. Akiba fue heredero del proceso iniciado en la época de Hillel. Akiba, al igual que sus antecesores, mantuvo la preocupación por la pureza textual, concretamente la conservación del texto heredado de las escuelas rabínicas (el texto “Proto-Masorético”) y la “lista” difundida por círculos fariseos (como los de Hillel).
La tendencia de clarificar la Ley demandó la “fijación” del texto bíblico. Para esta fijación textual los rabinos se inclinaron por un texto, descartando completamente los otros conocidos. Se intentó obtener artificialmente la uniformidad, eligiendo un determinado texto, el “Consonántico Rabínico”, también llamado “Texto Proto Masorético”. Aquel texto fue protegido, encerrándolo dentro de un muro impenetrable. Para asegurar el predominio exclusivo de los Proto Masoréticos se dictaron Leyes estrictísimas para su copiado. También se procedió a la destrucción minuciosa de manuscritos antiguos, ajenos a la tradición rabínica seleccionada.
El movimiento orientado hacia la “pureza” del texto floreció en la segunda parte del siglo II D. de C. bajo el liderazgo de Akiba. Pero sus antecedentes pueden trazarse hasta el siglo I A. de C. con las discusiones legalistas entre las escuelas de Hillel y Shammai. La tradición de Zechariah ben ha-Kazzav establece la costumbre de interpretar la Torah y sus comentarios hasta en sus más mínimos detalles con el fin de clarificar su interpretación. El mentor de Akiba, Nahum ben Gimzo, dirigió sus esfuerzos para lograr un texto fijado hasta en sus más mínimos detalles. Para Akiba cada letra, sílaba y palabra de la Torah era importante y santa. Incluso el título: “Torah”, inspiró diversas interpretaciones sujetas a reglas estrictas.
Un criterio tan escrupuloso ante el texto y su interpretación no podía tolerar la existencia de manuscritos bíblicos con otras interpretaciones o textos divergentes. Akiba advirtió contra las enseñanzas contenidas en los “libros incorrectos”. Insistió en establecer la “tapia” de la Tradición alrededor de la Torah. Otro maestro contemporáneo llamado Ishmael urgía a los Escribas extremo cuidado, no vaya a ser que omitieran o añadieran una sola letra, porque al hacerlo destruirían la Palabra.
A pesar de sus esfuerzos los rabinos nunca consiguieron uniformar totalmente el texto bíblico. El método forzoso utilizado desconocía otros textos difundidos entre diversas comunidades judías. Es por ello que sobrevivieron variantes del Texto Proto Masorético, por ejemplo el “Pentateuco Samaritano”. También debe tomarse en cuenta la idiosincrasia de los copistas, que podían producir variantes similares con independencia unos de otros. A esta diversidad debe añadirse la terca persistencia de textos ajenos a los Masoréticos dentro de la tradición consonántica. Al parecer algunos textos se “negaron” a desaparecer completamente durante el proceso de eliminación propiciado por las escuelas rabínicas descendientes del fariseísmo.
Trebolle expone el caso de la “Familia Textual Palestina” que era independiente a las tiberiense y babilónica difundidas en el ceno del fariseísmo:
“La convergencia del texto hebreo palestino con el texto griego de los LXX (y con versiones filiales de ésta) no es un hecho esporádico (…) Posiblemente el texto P (Palestinense) y el de LXX (Septuaginta) tienen un origen común en medios sacerdotales del Templo”, expuso Trebollé.
La “Masorah” y los “Textos Masoréticos”.
El término “masorah” deriva de la raíz hebrea “atar”. Otros consideran que viene del verbo “transmitir”. El término “masorah” significa “tradición”. Designa el conjunto de notas que acompañan al texto y en las que los masoretas recopilaron las tradiciones rabínicas relativas a la Biblia. La “masorah” comienza a desarrollarse alrededor del año 500 de la era cristiana y tiene vigencia hasta el año 1000 D. de C.
La masorah cumple una doble función:
Conservar la integridad del texto.
Interpretar el texto.
Lo que se llama “Texto Masorético” es el consonántico hebreo que los “masoretas” “vocalizaron”, “acentuaron” y dotaron de “anotaciones” cuando una letra podía dar motivo a confusión.
La masorah no fue homogénea. Existieron dos tradiciones diferentes de masorah. Una fue la Babilónica, dividida en las escuelas de Nahardea, Sura y Pumbedita. La otra fue la Palestinense, establecida principalmente en Tiberiades (Galilea). Ambas ciudades fueron centros principales de la vida religiosa y cultural judía tras la segunda destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 132 D. de C. El judaísmo babilónico y palestinense dio pié al desarrollo de dos corrientes de interpretación que fueron recogidas por el “Talmud palestinense” y el “Talmud babilónico”.
A través de los siglos fue imponiéndose la Masorah Tiberiense. En Tiberiades existieron dos familias de masoretas: los Ben Aser y los Ben Neftalí. Entre ambas prevaleció la de Ben Aser. El más famoso de los Ben Aser fue el último expositor de la escuela, Aaron ben Moisés ben Aser. A esta familia se atribuyen los Códices de Alepo y de San Petersburgo (Aaron ben Moises ben Aser, año 1008 D. de C.), los textos masoréticos de mayor antigüedad disponibles. A pesar de la transmisión “familiar” del texto bíblico, no existió un único texto masorético establecido del Antiguo Testamento. En este sentido la edición de los Ben Aser no es completamente homogénea[92].
Los textos de uso hodierno de la “Biblia Hebrea” se “estabilizan” recién hacia finales del siglo XIX cuando se unifican criterios en el empleo de consonantes, vocales y puntuación. Como punto informativo las “recensiones” o “colecciones de textos” en que se sustentan las ediciones modernas de la “Biblia Hebrea” son básicamente tres:
La edición de Soncino de 1494. Fue un texto muy inexacto en lo referente a las anotaciones masoréticas.
La Políglota Complutense (1514-17). Recopilada bajo la dirección del Cardenal Francisco Ximenes de Cisneros. Está basada directamente en textos hebreos de la tradición manuscrita, sin apoyo de ediciones impresas anteriores.
La Segunda Biblia Rabínica de Jacob ben Hayyim (1524-25). Fue considerada por largo tiempo como el “texto recibido”, la edición autorizada de la Biblia Hebrea.
Las siguientes ediciones hicieron un empleo “ecléctico” o “mixto” de las recensiones citadas. Es el caso de la “Biblia Políglota de Amberes” .
En el tiempo presente están en uso:
La Edición de Ginsburg (1908-26). Basada en la Segunda Biblia Rabínica de Ben Hayyim. Superada por las que siguieron.
La “Biblia Hebraica”, o recensión de R. Kittel. La más utilizada en el siglo XX. Las dos primeras ediciones: 1906-1912, seguían el texto de Ben Hayyim. A propuesta de P. Kahle, la tercera edición (1937) siguió el texto del Códice de San Petersburgo, copia concluida en 1008. Su origen estaba en la tradición de Aaron ben Moises ben Aser.
La “Biblia Hebraica Stuttgartensia”. Concluida en 1977, basada en el Códice de San Petesburgo.
En preparación: la “Biblia Hebrea” de la Universidad de Jerusalén. Basada en el Códice de Alepo, fechada en la primera mitad del siglo X. El Códice de Alepo presenta un texto de “Ben Aser”, de mejor calidad que el de San Petersburgo. Podría tratarse del códice autorizado por Maimónides (muerto en 1204), quien afirmó que dicho manuscrito contenía la totalidad del texto de la Biblia y había servido en Jerusalén para copiar otros textos, posiblemente el mismo Códice de San Petersburgo.
Las dificultades halladas por estas ediciones modernas ilustran las diversas “familias” de textos donde se recogen las versiones de la Biblia Hebraica. A diferencia de la Iglesia Católica, el judaísmo nunca tuvo realmente un texto similar a la “Vulgata” [93] o texto sancionado de gran antigüedad.
Conclusión.
A partir de lo expuesto se sigue que el actual “Texto Hebreo de la Biblia” y su “Canon corto” dependen de una “familia” textual particular, la Babilónica, difundida por las escuelas rabínicas farisaicas, dependientes de la tendencia marcada por Hillel, continuada por Gamaliel I, retomada finalmente en Jamnia por Jacob ben Zakkai y Gamaliel II, y por Akiba en Tiberiades. La preservación de este texto, llamado “Proto Masorético”, pasó al dominio de las escuelas de “soferim”. A partir del siglo VI D de C. se concretó en la tradición masorética, con los textos copiados, vocalizados, puntuados y comentados por las escuelas de masoretas de Ben Aser y Ben Neftalí. Lo que se puede considerar “texto recibido” corresponde a la tradición de Ben Aser, los Códices de San Petersburgo y Alepo.
La tendencia de los rabinos fue “eliminar” todos aquellos textos que no fueron considerados en la “línea sucesoria” de esta tradición. Uno de los argumentos esgrimidos provino de la Tradición Tanaíta, en los tiempos primitivos del Fariseísmo. Esta versión manifestaba que el don de la profecía había abandonado Israel después de los tres profetas menores, Ageo, Zacarías y Malaquías. Sin embargo fue inevitable la profusión de manuscritos más o menos acomodados a la consonántica “Recensión Rabínica”. Las biblias hebreas actuales han optado por “atarse” como patrón principal a un códice, sea el de San Petersburgo o el de Alepo. También está el “Códice Cairiota”, procedente de la Secta Karaita.
NOTAS
[1] Julio Trebolle, La Biblia judía y la Biblia cristiana. Introducción a la historia de la Biblia, Editorial Trotta, Madrid 1993, p. 338.
[2] Ver John L. McKenzie, Dictionary of the Bible, McMillan Publishing, New York 1965, p. 860.
[3] Fragmento que ha sobrevivido en la obra de Eusebio de Cesarea, Praeparatio evangelica, 13.12, 1-2, Ver Mogens Müller, The first Bible of the Church. A plea for the Septuagint, en Journal for the Study of the Old Testament, Copenhagen International Seminar 1, N. 206, Sheffield Academic Press, Sheffield 1993, pp. 58-59.
[4] Tanto el filósofo judío Aristóbulo (s. II A. de C.), como Filón (m. 42 D. de C.) y el historiador Flavio Josefo consideraron como histórica la carta de Aristeas. La crítica textual de los LXX hecha posible a partir de los descubrimientos de Qumrán, que le atribuyen a los Setenta la autoridad de una reproducción fiel del texto hebreo, han mostrado el sustento histórico de las afirmaciones esenciales de la misiva de Aristeas.
[5] Ver Abraham Schalit, Choque de Ideologías. Palestina bajo los Seléucidas y los Romanos, en El Crisol del Cristianismo, Alianza Editorial, Madrid 1988, p. 74.
[6] “Canon” significa una “lista” o “catálogo” de libros que podían ser leídos en público, o en la liturgia. Por ser inspirados -de origen sagrado-, constituían para judíos y cristianos una norma de fe y de costumbres. En la Iglesia católica “Canon” significa una lista de libros reconocida por la Tradición y el Magisterio eclesial. La condición para la Canonicidad es el reconocimiento de su inspiración.
[7] Frank Moore Cross, The Ancient Library of Qumran, Fortress Press, Minneapolis 1995, p. 132.
[8] Julio Trebolle Barrera, ob. Cit., p. 337.
[9] Ver Mogens Müller, ob. cit., p. 43.
[10] Ver Pierre Benoit, La inspiración de los Setenta según los Padres, en Exégesis y Teología, T. I, Ediciones Studium, Madrid 1965, p. 174.
[11] Ob. Cit., p. 173.
12] Ob. Cit., p. 177.
[13] Ecle, Prol.
[14] I Macabeos fue redactado originalmente en hebreo, entre los años 134 y 105 A de. C. Mientras que II Macabeos fue escrita en griego entre los años 134 y el 70 A de .C.
[15] Ver Canon of the Old Testament, en The International Standard Bible Encyclopedia, T. I, , Ed. Geoffrey W. BromiLey, William B. Eerdmans Publishing Company, Gran Rapids 1993, p. 596.
[16] Ep. Aristeas.
[17] Ver 13, 12.
[18] San Justino, Diálogo con Trifón, 72.
[19] San Ireneo, Contra Herejes, 3, 21, 2, 3.
[20] Ver Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, 5, 8, 11-14.
[21] Carta N. LVII a Pamaquio, 11.
[22] La crítica textual moderna transmite este pasaje como: “Lo dijo el Señor, cuyo fuego está en Sión y su horno en Jerusalén” (Versión de la Biblia Americana San Jerónimo”).
[23] San Justino, Diálogo con Trifón, LXX.
[24] Lug. Cit.. Justino se refería a Jer 11, 19: “Yo como cordero manso que es llevado al matadero, no comprendí qué habían maquinado contra mí, diciendo: ‘Pongamos veneno en su pan y borrémosle de la tierra de los vivos; no quede memoria de su nombre”.
[25] Ver De civitate Dei, XVIII, 43-44.
[26] Ver Septuagint, en Dictionary of the Bible, John L. McKenzie, McMillan, 1965, p. 787.
[27] Éste es el relato aristeano acerca de la traducción de la Septuaginta, llamado así porque es narrado por primera vez en la Carta de Aristeas, un documento que data de aproximadamente el final del siglo III a. de C. Muchos Padres aceptan el relato aristeano, en sentido literal y por ello consideran la Septuaginta como inspirada.
[28] Ver San Juan Crisóstomo, Hom. In Heb., VIII, 4.
[29] Ver Pierre Benoit, ob. Cit., p. 178.
[30] Ver Ver Manuel de Tuya y José Salguero, Introducción a la Biblia, T. I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1977, pp. 479-80.
[31] El empleo incorrecto del término “Deuterocanónico”: El nombre de “Deuterocanónicos” es sumamente equívoco, e incluso inválido. Indica que se trataría de libros que fueron admitidos tardiamente al “Canon” de la Sagrada Escritura. El artículo “deutero”, “segundo”, ubica estos libros en un orden inferior a los Profetas. Contrastarían con los “protocanónicos”, sobre los que no hubo sombra alguna. El término “Deuterocanónicos” se introdujo en el siglo XVI. Mientras que el nombre antiguo con que se conocieron los “otros libros” fue “Hagiografa”, del griego “libros santos”. El empleo hasta épocas tardías de textos presuntamente “Deuterocanónicos” por judíos de la Dispersión como de Palestina, obliga a revisar dicho concepto de condición de inferioridad.
[32] Lee Martin McDonald, The formation of the Christian Biblical Canon, Abingdon Press, Nashville 1988, p. 62.
[33] José Salguero, Introducción a la Biblia, T. I, ob. Cit., p. 481.
[34] Los conflictivos vínculos entre Roma e Israel se originaron por iniciativa de la última nación, cuando el siglo II a. de C. Los celosos judíos sostenían una cruel guerra contra el dominio helenista del imperio sirio de los Seleúcidas. El líder de los combatientes judíos, Judas Macabeo, que para independizarse de los Seleúcidas necesitaba aliarse con una gran potencia que se hallase también en conflicto con los helenos. Esta potencia era el naciente imperio Romano que se estaba expandiendo hacia el Asia y el Mediterráneo oriental. Al parecer Judas desconocía la codicia de la política expansionista de los Romanos. Con este propósito Judas se dirigió en el año 161 A. de C. al Senado Romano. Roma otorgó a los enviados de Judas un “Tratado en Términos de Igualdad”, privilegio rara vez concedido.
[35] Michael Grant, The Jews in the Roman World, Barnes and Noble, New York 1995, p. 127.
[36] Ver Kurt Schubert, Una fe dividida. Sectas y partidos religiosos judíos, en El Crisol del Cristianismo, Alianza Editorial, Madrid 1988, p. 129.
[37] La primera destrucción ocurrió a manos de los Babilonios en el año 587 A. de C.
[38] Exégesis quiere decir la explicación o interpretación de un texto bíblico.
[39] En la época de los gobernantes Macabeos (Asmoneos) se alentó, en un giro nacionalista y nostálgico, el empleo del “paleo-hebreo” o “hebreo antiguo” en la corte, en el Templo y en los círculos cultos principalmente. El hebreo constituyó una alternativa al arameo ampliamente difundido, y el griego, identificado con la cultura opresora de los vecinos helenos. Los Esenios también hicieron amplio uso del “paleo-hebreo” como una manera de reafirmar la conciencia de constituir el “resto de Israel”. Ello no supuso el abandono de los textos griegos de la Biblia y los comentarios arameos (targúmenos).
[40] Armando Rolla, La Biblia ante los últimos descubrimientos, Ediciones Rialp, Madrid 1969, pp. 459-60.
[41] Podría considerarse en este conjunto de versiones de la Biblia Judía la traducción realizada del hebreo al griego en Alejandría, llamada “versión de los Setenta”, y empleada por la comunidad judía de habla griega, tanto en Palestina como en la “dispersión”, y por los cristianos.
[42] Ver Frank Moore Cross, The history of biblical text in the light of discoveries in the judean desert, en Qumran and the history of the biblical text, ed. Shemaryahu Talmon, Harvard University Press, Cambrige 1978, p. 185.
[43] Ver Julio Trebolle Barrera, La Biblia Hebrea y la Biblia Cristiana. Introducción a la historia de la Biblia, Editorial Trotta, Madrid 1993, p. 295.
[44] Ver Julio Trebolle Barrera, Ob. Cit., pp. 287-88. El estudioso Emanuel Tov comparte la misma opinión: “En ningún momento existió un ‘Texto Masorético’; siempre hubieron diversos ‘Textos Masoréticos’. El ‘Texto Masorético’ conocido actualmente por nosotros, fue ‘creado’ a principios del Medioevo”. Ver Emanuel Tov, Manuscripts. Hebrew Bible, en The Oxford Companion to the Bible, Ed. Bruce M. Metzger, Oxford University Press, New York 1993, p.487.
[45] Flavio Josefo, Contra Apión, I, 42.
[46] La “recensión” es la reconstrucción de un texto único, adoptando como base manuscritos de procedencia diversa, para sustituir los textos demasiado divergentes o incorrectos. De una recensión pueden provenir manuscritos similares que reciben el nombre de “familias”.
[47] Ver Manuel de Tuya y José Salguero, Introducción a la Biblia, T. I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1977, p. 418.
[48] La teoría de los “textos locales” fue formulada por F.M. Cross. Según este estudioso de los Manuscritos del Mar Muerto, se pueden agrupar los documentos escritos pertenecientes al Antiguo Testamento hallados en las cuevas de las cercanías de Qumrán, a partir de 1947, en tres grupos textuales hebreos: uno, difundido en Palestina; y otros dos, el primero extendido en la diáspora de Babilonia; y el otro en la de Egipto. Una de las razones de peso para explicar las distinciones entre los textos es el aislamiento geográfico de las localidades donde se emplearon. Cada “familia” textual presenta características propias que permiten distinguirlos. Ver Frank Moore Cross, The Ancient Library of Qumran, Fortress Press, Minneapolis 1995, pp. 138-140; Y del mismo autor The Text Behind the Text of the Hebrew Bible, en Undertanding the Dead Sea Scrolls, Ed. Hershel Shanks, Random House, New York 1992, pp. 139-155.
[49] Ver Manuel de Tuya y José Salguero, ob. Cit., T. I, p. 419.
[50] “Sanedrín” procede de un término griego que designa “asamblea”. El Sanedrín” apareció en la historia de Palestina después del retorno de un significativo núcleo de judíos procedentes del destierro de Babilonia, en los siglos III/II antes de Cristo. Este aristocrático senado fue la fuerza rectora del Estado teocrático que se restableció tras aquel destierro, para reemplazar a la realeza desaparecida. El Sanedrín legislaba bajo la luz de la Torá. La Ley de Yahvé fue reconocida, primero por los Persas, y más tarde por los imperios helénicos de Siria y Egipto, herederos de Alejandro Magno, y potencias dominantes sobre Palestina, como “constitución de la ciudad-estado-templo” de Jerusalén. El dominio secular y religioso del Sanedrín se hizo extensivo a todo el pueblo de Judea, que era el territorio de la “ciudad-estado”. En la época del dominio de los Seléucidas, el “Consejo de los Ancianos de Judea”, el Sanedrín, obtuvo del rey Antíoco los privilegios de “gobernar” a los judíos como “jefes de la nación” y como “rectores del Templo”. En su primera condición secular, al Sanedrín le correspondía administrar, hacer justicia y dirigir al pueblo judío. Para los tiempos del Señor, este cuerpo tenía una responsabilidad fundamentalmente religiosa. El Sanedrín estaba compuesto por tres grupos de la sociedad judía: los sacerdotes; los ancianos y los escribas. Ver P. Pierre Benoit, Pasión y Resurrección del Señor, Ediciones FAX, Madrid 1971, pp. 48-49.
[51] Mishná, Aboth, I, 1.
[52] Emil Schürer, A History of The Jewish People in the time of Jesus Christ, Vol II, Hendrickson Publishers, Massachusetts 1994, p. 10.
[53] Título designado a aquellos personajes judíos que habían recibido una “sanción” u “ordenación” y que poseían “autoridad” para estudiar y exponer las Leyes judías, contenidas fundamentalmente en la Torah. A estas funciones se añadía la de juez. Etimológicamente “rabino” quiere decir “mi señor”.
[54] Ver Ben Witherington III, The Jesus Quest. The Third Search for the Jew of Nazareth, Intervarsity Press, Downers Grove 1995, p. 24.
[55] Flavio Josefo, Antigüedades Judías, XIII, X, 5.
[56] Ver Emil Schürer, lug. Cit.
[57] Ver Joachim Jeremias, Jerusalem in the time of Jesus, Fortress Press, Filadelfia 1975, p. 235.
[58] Ver John Bright, La Historia de Israel, Desclée de Brouwer, Bilbao 1970, pp. 392-396; y Henri Cazelles, Historia política de Israel, Ediciones Cristiandad, Madrid 1984, pp. 191-192.
[59] Ver Ob. Cit., p. 201.
[60] Ver Jr 36, 4, 18; 32.
[61] Ver Esr 7, 11; Neh 8, 9; 12, 26.
[62] Ver 2 Cro 17, 8-9.
[63] Ver 2Cro 35, 3; R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1985, p. 221 y 504.
[64] Ver Sir 39, 8-9: “Si el Soberano Señor quiere, le llenará de espíritu de inteligencia. Él derramará como lluvia las palabras de su sabiduría y en la oración alabará al Señor”.
[65] Ver Lc 11, 39-40.
[66] Ver John E. Stambaugh, David L. Balch, The New Testament in its social environment, The Westminster Press, Filadelfia 1986, p. 99.
[67] Flavio Josefo, Vita, 9.
[68] Dinámica de estudio de la Sagrada Escritura por la cual se trataba de hallar las partes legislativas en el texto bíblico, especialmente la Torah, con el fin de encontrar nuevas reglas, sobre todo de orden jurídico, que permitan resolver los problemas surgidos en el contacto con las situaciones nuevas. Ver José Salguero, Introducción a la Biblia, T. II, ob. Cit., p. 178.
[69] Joaquín Jeremías, ob. Cit., p. 233.
[70] D.A. Hagner, Scribes, en The International Standard Bible Encyclopedia, T. IV, Ed. Geoffrey W. BromiLey, William B. Eerdmans Publishing Company, Gran Rapids 1993, p. 361; Ver Joaquín Jeremías, ob. Cit., p. 236.
[71] Ob. Cit. , p. 237-238.
[72] Ver Alfred Edersheim, Jewish Social Life, Hendrickson 1994, p. 122.
[73] Ver Florentino García Martínez y Julio Trebolle Barrera, Los hombres de Qumrán, Editorial Trotta, Madrid 1993, p. 230.
[74] Ob. Cit., p. 241.
[75] Ver Shaye Cohen, Ob. Cit., p. 218.
[76] Ver Hillel, en The International Standard Bible Encyclopedia, ob. Cit., T. II, p. 716.
[77] John Bright, ob. Cit., p. 416.
[78] Los “anawim” eran los humildes, los afligidos, los desterrados, los pobres. Especialmente en el destierro dicho término adquirió especial significado para identificar a los israelitas que se mantuvieron fieles a Yahvé y sus preceptos. A pesar de la opresión extranjera, los “anawim” eran los predilectos de Dios (Is 57, 15; 66, 2).
[79] Las “academias” de Nehardea y Sura, a orillas del Eúfrates, y Nisibis, situada en el valle, fueron célebres en el mundo judío antiguo. Posteriormente de estas escuelas se originó el “Talmud Babilónico” Ver Emil Schurer, ob. Cit., T. II, p. 224-25.
[80] Ver Hillel, en The International Standard Bible Encyclopedia, ob. Cit., p. 716.
[81] Ver Everett Ferguson, Backgrounds of Early Christianity, ob. Cit. pp. 463-464. La sentencia del rabino Gamaliel fue introducida en el libro que recogía las oraciones que los judíos recitaban diariamente.
[82] Ver Ver Manuel de Tuya y José Salguero, ob. Cit., T. II, p. 180.
[83] La recopilación junto con los comentarios y adiciones del Patriarca Judío no tuvieron la intención de constituirse en el “texto autorizado” de las “Enseñanzas”. En un primer momento fue conocida como “Mishná del rabino Judá Hanasi”, pero con el tiempo su difusión fue tan completa que pasó a ser la “Mishná” autorizada.
[84] La Mishná hebrea (instrucciones). Consta de sesenta y tres tratados llamados en hebreo “massekoth”, acopiados en Tiberiades alrededor del año 200 d. de C. Los tratados de la Mishná está compuesto de sesenta y tres tratados que tratan de las opiniones de los sabios sobre seis grandes temas: las leyes concernientes a los ciclos de la agricultura; sobre los días santos y los festivales; sobre los derechos de la propiedad; sobre el templo y las cosas santas; y sobre la impureza y la purificación. La Mishná desarrolló tres doctrinas seminales del judaísmo rabínico: la resurrección de los muertos, el origen divino de la Torah (sea la de carácter escrito y la de carácter oral), y la intervención de Dios en la existencia del hombre.
[85] Arameo es una lengua semítica emparentada con el hebreo. Para el siglo IV a.C. el arameo había entrado con pie firme en Palestina. El arameo se había convertido en la “lengua franca” de las naciones vecinas a los israelitas. También fue el idioma oficial del imperio persa. Se hizo imperioso que los judíos aprendieran a hablarlo. Al principio fue un idioma secundario, hasta adquirir preeminencia gradual sobre el hebreo. Éste, en cambio, fue transformándose en lenguaje para discursos y composiciones religiosas. En la época del Señor era hablado y leído por las personas cultas y en círculos religiosos (como los esenios). La influencia “aramea” recayó también en la escritura. La hebrea del pre-exilio fue reemplazada por los caracteres “cuadrados” posteriores, tan familiares en la redacciones de Qumrán. Ver John Bright, ob. Cit. , p. 490-91.
[86] Contra Apión, 1, 7-8.
[87] S.R. Driver, An introduction to the literature of the Old Testament, International Theology Library, Edinburg 1961, p. VI.
[88] Nehemías fue copero del rey Artajerjes I, posición de gran privilegio. Al recibir noticias de la decadencia material y espiritual de Jerusalén, logró que el monarca persa lo nombrara gobernador de la ciudad (443 d.C.). Al parecer, Nehemías reconstruyó las murallas de la dilapidada ciudad. También logró el retorno de Esdras “el escriba”, para que enseñara la Torah a los jerosolimitanos. El “libro de Nehemías” constituye fundamentalmente un texto de sus memorias.
[89] Nehemías narra como Esdras, sacerdote y escriba, Leyó y explicó la Ley de Moisés. Después de escucharlo, los judíos prometieron regresar al cumplimiento de la Ley, que habían olvidado mientras duró el dominio babilonio en Palestina. Ver Neh 8, 3.
[90] Esd 7; Neh 8.
[91] Ver Ver Frank Moore Cross, History of the biblical text, en Qumran and the history of the Biblical text, ob. Cit., pp. 177-180.
[92] Lo que hacen las Biblias contemporáneas es reproducir un texto único manuscrito (San Petersburgo o Alepo). La exigencia de fidelidad en la reproducción lleva a copiar los errores del manuscrito, que son señalados convenientemente para advertir la falta. Se renuncia a establecer una edición “ecléctica” del texto masorético, asumiéndose que de ese mismo manuscrito proceden los siguientes.
[93] Para su traducción al latín del Antiguo Testamento Jerónimo utilizó la Recensión Rabínica de uso “común” en su época.
El gran puerto mediterráneo había sido el principal lugar de encuentro y acrisolamiento entre la cultura helénica y el judaísmo. Pensadores judeo-helénicos como Filón creyeron firmemente que la Revelación de Dios, manifestada al pueblo hebreo a través de la Torah y los Profetas, junto con la filosofía racional de los griegos, debía constituirse en base del pensamiento humano. En este sentido, Filón sostuvo que la Septuaginta fue inspirada en orden a iluminar el mundo grecorromano en su camino a Yahwéh.
MAS INFORMACION SOBRE LA SEPTUAGINTA
La antigua Biblia judía griega alejandrina, mejor conocida como la Biblia de los LXX (70), o Septuaginta, es la más antigua e importante entre las traducciones de la Tanach judía, comúnmente llamada el Antiguo Testamento de las biblias cristianas, a una lengua distinta del hebreo y del arameo, (en su caso, al griego). Su redacción se inició en el siglo III a. C. (c. 280 a. C.), y se concluyó a finales del siglo II a. C. (c. 150 a. C.).
Los escritos y textos hebreos y arameos que sirvieron de base para la formación de la Biblia Septuaginta carecían de vocales, capitalizaciones (alternancias mayúsculas/minúsculas), signos de puntuación, algunos ciertos tipos de conectores lógicos, y algunas conjunciones y/o preposiciones. Más tarde, se agregaron signos con un valor fonético vocálico, surgiendo así el llamado texto masorético). Esta compilación de textos y de escritos sagrados judíos traducidos al griego fue, desde un principio, bastante socorrida para ilustrar la fe de las comunidades judías de la Diáspora, y para permitirles el acceso a los textos sagrados de sus antecesores, a los judíos piadosos que no hablaban hebreo, ni arameo. Etimología El nombre de LXX, o Septuaginta, se debe a que solía redondearse a 70 el número total de sus 72 presuntos traductores. La carta de Aristeas proponía como un presunto hecho histórico la idea de que 72 sabios judíos alejandrinos se pusieron de acuerdo para trabajar aisladamente en la formación de un compendio de textos sagrados del pueblo judío. Aunque, en general, se trataba textos vertidos de lenguas semíticas, (hebreo y arameo), se piensa que, al menos, algunos de estos textos habrían sido redactados de forma originaria en lengua griega. Aristeas proponía que la comparación del trabajo de todos, reveló que el trabajo de todos los sabios había coincidido de forma sorprendentemente convincente. Sin embargo, al presente sabemos que uno de los criterios de autoridad más frecuentemente implementados en esos contextos histórico-geográficos, consistía en atribuir a los textos sagrados algún supuesto origen remontable a hechos muy extraordinarios. La traducción Se piensa, en general, que habría sido formada con el expreso fin de cultivar la fe de los judíos piadosos que se comunicaban en lengua griega clásica común comunitaria. Ya que, en aquella época, vivía en Alejandría una muy nutrida y numerosa Comunidad Judía. Aun cuando la orden provino del rey Ptolomeo II Filadelfo (284-246 a. C.), y, uno de los fines de aquella encomienda, era proveer de un compendio de textos sagrados judíos a la Biblioteca de Alejandria. El Pentateuco fue traducido en esa época y el trabajo duró dos o tres siglos. El filósofo judio Aristóbulo, que vivió en Alejandría durante el reinado de Ptolomeo VI Filometor (181-145 a. C.), lo confirma al referirse a ella en una carta al rey diciendo: “[…] la completa traducción de todos los Libros de la Ley (Pentateuco) en los tiempos del rey Filadelfo, vuestro ancestro […]” Una escuela de traductores se ocupó de los Salmos de David, en Alejandría, hacia 185 a. C. Después tradujeron Ezequiel, el Dodecaprofetón, o Libro de los XII Profetas Menores, y Jeremías. Trataron posteriormente los libros históricos: (Josué, Jueces y Reyes), y, luego, finalmente, el Libro de Isaías. Se tradujo el Libro de Daniel alrededor del año 150 a. C. Aunque no se conoce exactamente el lugar de la traducción. Algunos eruditos sitúan en Palestina, durante el primer siglo de nuestra era, la traducción de los libros de Ester, Ruth, Lamentaciones, Cantar de los Cantares, y Eclesiastés, acaso por Aquila. Los primeros traductores griegos sólo poseían textos hebreos, escritos exclusivamente con letras consonantes, sin vocales, y esto explica las diferencias de interpretación entre el texto de los Setenta y el texto hebreo original y que poco tiempo después, en ambientes judíos, se procediera a corregir esta versión Alejandrina para asemejarla al texto hebreo.
La Septuaginta
La versión más antigua y más importante del AT es la traducción griega conocida como versión de los Setenta o Septuaginta. Este nombre le fue dado porque la tradición que aparece en la carta de Aristeas afirma que fueron 72 los ancianos que tradujeron el AT al griego; Josefo dice que demoraron 72 días.
La palabra septuaginta es latina y significa “setenta”. El nombre de esta versión con frecuencia se abrevia con letras romanas: LXX. Estrictamente hablando el nombre se aplica al Pentateuco, que probablemente fue lo que se tradujo al griego en 72 días en el siglo III a. C., para satisfacer las necesidades religiosas de un gran número de judíos radicados en Egipto, pero que hablaban griego. Sin embargo, la traducción de todo el AT debe haberse completado alrededor del siglo II a. C.
En tiempos de Orígenes (186-253/254 d. C.), la palabra “Septuaginta” ya era la designación habitual del AT en griego. En Qumrán se encontraron fragmentos de la Septuaginta del primer siglo a. C. y del primer siglo d. C. Hay también diversos papiros y fragmentos de papiros que contienen pasajes de la LXX, y se han fechado como provenientes de los siglos II al IV d. C.
Los códices Vaticano y Sinaítico, ambos del siglo IV d. C. contienen en el AT la versión de los Setenta.
Es evidente, entonces, que los manuscritos que hoy tenemos de la Septuaginta, son mucho más antiguos que los manuscritos hebreos en los cuales se basa la Biblia hebrea. Y aún más: la Septuaginta se tradujo antes de que se definiera el texto hebreo alrededor del siglo I d. C.; por lo tanto, es una ayuda importante para indicar cuál pudo haber sido el texto bíblico antes de que los masoretas hicieran su trabajo. Sin embargo, el uso de la antigua versión griega para el estudio del texto no deja de tener problemas y limitaciones. La calidad de la traducción varía desde la traducción totalmente literal hasta la paráfrasis.
Cuando en la versión se encuentra un texto diferente al que aparece en la Biblia hebrea, debe determinarse si la divergencia es el resultado de una paráfrasis libre o de un texto diferente en el original hebreo. Si se ve que es una diferencia debido a un texto diferente, debe entonces determinarse si el texto de la versión es superior al que aparece en el TM.